Capítulo 39:

«¿Quién te dejó entrar?», exclamó Domenico, levantándose de la silla.

«¿Fuiste tú quien envió esas fotos de mi$rda?», preguntó Máximo, acercándose al hombre, que intentaba mantener la compostura, aunque se encontraba claramente nervioso.

«¿De qué estás hablando, loco?».

«Sí, loco. ¡Loco por dejarme enredar otra vez por tus intrigas!».

La secretaria de Domenico ya no estaba allí, pues el horario de trabajo del ayuntamiento había terminado.

«¡No sé de qué estás hablando, pero quiero que salgas de mi oficina! ¿El accidente te ha quemado el cerebro o algo?”.

Domenico no tuvo tiempo de pulsar el botón de emergencia para llamar a su seguridad privada, pues Máximo lo golpeó en la mandíbula, derribándolo.

Tras unos cuantos puñetazos, Máximo se levantó. Quería matarlo; sin embargo, no era un asesino y no valía la pena.

“¡No quiero que vuelvas a acercarte a mi esposa!».

«Y tú…” Domenico tosió, tratando de incorporarse. A pesar del dolor, todavía tuvo la audacia de ser grosero. «¿Acaso tienes esposa?».

Máximo se sintió como si él mismo hubiera recibido un golpe en el estómago. Salió del despacho y del municipio sin decir nada más, pues se había quedado sin aliento. No tenía ninguna esposa. Ya no.

Llorar no me servirá de nada. Tengo que encontrar a Carolina y resolver nuestra situación, se recordó con tristeza.

Volvió a pasar por la librería, pero continuaba cerrada. Máximo se dirigió a la finca, recordando todo lo que había pasado con Carolina hasta ese momento, y lo más esencial, cómo a ella no le importaban sus quemaduras.

En cuanto estacionó el automóvil, dejó escapar un largo suspiro y se miró los nudillos rojos. Si bien Domenico se lo merecía, aquello no aliviaba su enojo. En ese momento, a quien más odiaba era a sí mismo.

Tan pronto como bajó, Fernando se aproximó a él.

“¿Señor?», lo llamó, agarrándose el sombrero y sintiéndose un poco avergonzado.

“¿Sí, Fernando?», contestó Máximo. Aunque lo que menos le interesaba era hablar, no le pareció justo descargar su frustración con el empleado.

«Bueno. Yo… yo solo quiero decir algo. Es sobre la Señora Carolina», explicó.

Máximo contuvo la respiración, sin embargo, se recompuso y miró con severidad a Fernando.

«¡Habla, hombre!»

Mirándolo, él suspiró.

«No sé exactamente qué pasó, pero creo que debe saber que su mujer lo ama mucho. El día que le dispararon… ella ayudó a cuidarlo».

Máximo frunció el ceño y se llevó una mano a la cintura.

«¿Qué estás diciendo, Fernando?”

«Ella ayudó a cuidarlo mientras usted se encontraba desnudo. Ella… ella lo vio sin ropa. No le di mucha importancia porque es su mujer y supuse que ya lo habría visto. Pero… lo pensé, ¿Sabe? Nos pidió que no dijéramos nada y eso se me quedó grabado».

A Máximo se le apretó aún más el corazón. Incluso llegó a pensar que Carolina solo había fingido que le importaba.

No obstante, las palabras del trabajador demostraban lo contrario. Ella vio su cuerpo desfigurado, y a pesar de todo seguía allí. Seguía queriendo estar con él.

“Gracias por decirme esto, Fernando».

«Su mujer es buena, usted es bueno. Y los dos se aman. Lo sé».

Por lo general, Fernando no se atrevía a hablar de ese modo, sin embargo, viendo que la pareja tenía problemas y habiendo oído algunas quejas de Máximo sobre la farsa de su mujer… le pareció mejor decir la verdad para que este la entendiera al fin.

«Sí, la amo y fui un idiota, Fernando. Pero lo arreglaré”.

Con una sonrisa, él asintió.

“Si necesita ayuda, avíseme, señor».

Máximo asintió, devolviéndole el gesto amable, y entró. Eran más de las ocho de la noche, declinó la cena y se dirigió a su despacho para llamar al abogado.

«Buenas noches, Señor Castillo. ¿En qué puedo ayudarlo?».

«Necesito saber quién se llevó los documentos del divorcio. ¿Quién era el encargado de la separación?”.

El otro hombre suspiró. Era consciente de que Máximo preguntaría en algún momento, pero Carolina pidió que no le dijeran nada.

«Un mensajero, señor», mintió.

Máximo murmuró una maldición.

«Si sabe quién es, por favor, dígamelo. Necesito hablar con mi mujer”.

«Parece que su exesposa no lo quiere, Señor Castillo».

«¡Está embarazada de mi hijo!», espetó, haciendo que el abogado alzara las cejas.

«Según el documento de divorcio, el bebé es fruto del adulterio».

«¡No…!». Máximo debió respirar profundo, para calmarse, antes de seguir hablando: «¡No hubo adulterio, fue un maldito error!».

«Bueno, si me entero de algo, Señor Castillo, se lo haré saber», respondió el abogado con una sonrisa. Había visto a Carolina y podía decir que no era el tipo de mujer que coqueteaba con otros hombres.

«Gracias», contestó él y colgó el teléfono.

Al día siguiente, volvió a la librería y, por suerte, Bastian entraba en ese momento.

«¡Señor Lozano!”.

Bastian reconocería la voz áspera y grave de Máximo en cualquier parte. Suspirando, se volvió para enfrentar al exesposo de su mejor amiga.

“Señor Castillo», dijo de forma educada, aunque fría.

“Por favor, ¿Dónde está Carolina?». Máximo miró hacía el segundo piso. «De verdad, necesito hablar con ella».

«No lo sé, Señor Castillo».

Máximo guardó silencio unos segundos, dándole tiempo a Bastian para abrir la tienda y entrar. Él, sin embargo, la cerró tras de sí, “¡Espere!”

Entró y siguió al dueño de la librería. «Ella vivía aquí, ¿No?».

«Ya no. Carol hace tiempo que se fue».

“Carol”, repitió para sí. Máximo nunca la había llamado de esa manera, y oír a aquel hombre referirse a ella con tanta intimidad no le gustó nada.

¡Deja de ser celoso! ¡Mira dónde estás ahora por eso!, lo regañó la voz en su cabeza. Era consciente de que debía controlarse o iba a arruinarlo todo. Bueno, más de lo que estaba y si acaso era posible.

«Necesito hablar con ella”.

“¿Quiere insultarla de nuevo?”, preguntó Bastian. Máximo lo miró con odio, sin embargo, el dueño de la librería no se dejó intimidar.

«Porque, hasta donde sé, dejó sus cosas en la calle, humillándola públicamente. Luego, nada más habló para pedirle el divorcio».

«¡Mira, solo necesito hablar con ella!», exclamó entre dientes al mismo tiempo que apretaba los puños, tratando de mantener la calma.

«SÍ, sí, lo que diga. Buena suerte». Bastian se volvió hacia la caja registradora. «Si no le importa, ¡Tengo que abrir mi tienda!»

“¿Dónde estaba?», preguntó entrecerrando los ojos hacia Bastian. «Ayer desapareció. No fue a clases. ¡Y Carolina también desapareció!.

«¡No le debo ninguna explicación! Lo que hago con mi vida, a dónde voy, ¡No es asunto suyo! Y por lo que sé, lo mismo se aplica a Carol».

«¡Escuche, quiero hablar con mi mujer!».

«¡Su exesposa no quiere hablar con usted! ¡Tiene que hacer cosas más importantes, como cuidar a su bebé!”.

«¿Está con su familia?». A Máximo le dolía reconocer la única verdad: que ella era ahora su exesposa y que, si no lograba dar con su paradero, nunca podría estar con el hijo de ambos.

«No lo sé. Pregúntele».

“¡Imbécil, sabe muy bien que ella y yo no nos hemos hablado! ¡Y por eso estoy aquí!». Máximo empezaba a perder la paciencia.

«Levantar la voz y mirarme con esos ojos verdes no servirá de nada, Señor Castillo. No le daré ninguna información. Hasta que Carol me diga de forma clara que quiere verlo o hablar con usted, mantendré la boca cerrada”.

Máximo emitió un rugido lleno de frustración.

«Lo arruiné, ¿Está bien? Lo estropeé todo. Pero quiero arreglarlo, ¡Por eso necesito hablar con ella!”.

«La primera vez que se comportó mal con ella, lo ignoré. Pero ahora la situación ha cambiado. Carol lo hizo. Ya no llora y no desea desesperadamente que la busque. No. Y después de todo, veo que usted no es lo bastante bueno para ella. Entonces, ¿Por qué traicionaría la confianza de mi mejor amiga para que usted no sufra?».

Si bien Máximo era consciente de que el dueño de la librería estaba en lo cierto, fue incapaz de detenerse al hablar. Tal vez por la desesperación o por sus celos.

«¿La amas?” Como hombre, quiero decir», indagó. «¿La quieres para ti?”

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