La esposa rebelde del árabe -
Capítulo 50
Capítulo 50:
Zaida se agachó, tenía que asegurarse de que Nayla no fuera a echarla de cabeza mientras sufría el castigo.
“Mantente firme, no menciones mi nombre aún cuando te sientas rotas, Nayla. Aún podemos lograrlo”, susurró junto al oído de la joven.
Nayla tembló al sentir la presión sobre sus hombros, las manos y uñas de Zaida se enterraron en su piel.
“Lo siento, pero no puedo dejar impunes las cosas que has hecho”, dijo en voz alta, como si tratara de convencer a los presentes de su inocencia.
Sienna la miró sin poder creer la sangre fría que Zaida tenía para hablar con Nayla, sabiendo que ella tuvo mucho que ver en todo, pero no había nadie que la acusara.
Entre tanto, Hassan miró a su madre, pero no se tragó el cuento de su inocencia, lamentablemente Halima no había dicho ni una sola palabra en su contra, por lo tanto, no había nada que pudiera hacer.
“¡¿Cómo puedes decir tal cosa, Zaida? Todo esto inició por tu culpa, yo no te ofrecí a mi hija, tú la buscaste ¿Y es asi como la dejas?!”, cuestionó Anás rompiendo el silencio desde que la sentencia fue dada.
El hombre estaba sufriendo un verdadero calvario, no sabia qué hacer o decir. Sabía que no podía pedir clemencia, las pruebas eran irrefutables.
“No me culpes a mi, Anás”, dijo .
“La educación de tu hija es tu responsabilidad, no la mía”, soltó girándose para abandonar la habitación, tratando de no correr.
Abdel la siguió y junto a él se marcharon Hassan, Sienna y Callie.
“Enciérrenla en una de las habitaciones de la servidumbre, Nayla no puede dejar el palacio, no vamos a arriesgarnos a que alguien le ayude a escapar”, sentenció uno de los ancianos.
Anás no pudo refutar nada y tuvo que aceptar los hechos, aunque el enojo y la ira le estaba carcomiendo el alma. Entre tanto, Azahara lloró, imploró, pero nada impidió que Nayla fuera llevada a una de las habitaciones que sería su prisión durante esa noche y parte de la mañana, hasta que iniciara el castigo.
“¿Qué es lo que has hecho?”, susurró, mientras Nayla desaparecía del salón.
Anás la miró con desprecio.
“Tu familia y tú son la causa de todo lo que a mi hija le pasa. No supiste educarla y tu hermana no fue mejor que tú. La incitó a que se casara con Hassan y ahora la deja sola…”
“Fuiste tú quien aceptó el contrato matrimonial”, le recordó Azahara, ganándose una mirada mortal por parte de su marido.
“Tú y yo hablaremos en casa”, aseguró, saliendo del salón y dejando a Azahara atrás.
Mientras tanto, Abdel cerró las puertas a su espalda, ganándose una mirada temerosa por parte de Zaida, era la primera vez que ella daba un paso atrás al mirarlo.
“¿Qué haces aquí?”, preguntó.
Abdel la miró de pies a cabeza y sonrió.
“Eres la peor mujer que he tenido la mala fortuna de conocer, Zaida”pronunció con voz profunda.
“Abdel”.
“¡Tú también debiste ser castigada! Estoy seguro de que Nayla no actuó por su cuenta”.
“¡Nadie me acusó!”, refutó Zaida dando otro paso atrás.
“¡Eso no te quita la culpa!”, gritó enojado.
“Eres una maestra de la manipulación, llevaste a esa pobre chica al limite y la has dejado sola para que pague su condena y la tuya”, añadió.
“No tuve nada que ver, por algo Halima no me acusó. No todo lo malo que suceda en esta casa es mi culpa, Abdel. No tenía la menor idea de lo que Nayla pensaba hacer”, se defendió, caminando de un lado a otro.
“No te creo”.
Zaida se detuvo y lo miró.
“No es problema mío el que no lo hagas”, respondió Zaida con rudeza, tratando de mantenerse firme y no ceder terreno ante su marido, sin tener idea de los pensamientos de Abdel.
“Tienes razón, hace tiempo debí entender que para ti no soy más un apellido y un linaje que tu padre te compró, pero se terminó. ¡Estoy cansado de ti y de este amor unilateral!”, gritó.
“¿Qué quieres decir?”
“Solicitaré el divorcio ante los miembros de la corte de la Sharia. Hasta aquí llegué”, dijo antes de girarse sobre sus pies.
“¡No puedes hacerme esto!”, gritó Zaida.
“¿Es esa la clase de amor que me tienes?”, cuestionó la mujer con prontitud.
“No vas a manipularme, Zaida, no de nuevo. Hoy te has visto bien librada porque nadie se atrevió a señalarte, eso no quiere decir que siempre será así. El karma un día te llegará y vas a arrepentirte de cada una de tus fechorías y de no saber valorar un buen amor”, dijo antes de salir y cerrar la puerta.
Zaida no sabía si era mejor ser castigada con la fuerza del látigo, porque el repudio de su marido, era la peor vergüenza que podía vivir.
Entre tanto, Hassan y Sienna volvieron a sus habitaciones, no iban a quedarse. Sin embargo, Hassan quería asegurarse de que el castigo fuera ejemplar y que fuera un claro mensaje para quien intentara actuar en contra de su esposa.
“¿Ciento sesenta latigazos?”, preguntó Sienna sentándose a la orilla de la cama.
“No creo que soporte ni los primeros dos, sin embargo, no pienso mover un solo dedo por ella”, dijo.
“Ni yo iba a pedírtelo”, respondió Sienna con rapidez.
Quizá aquellas palabras la hicieran ver y sonar cruel, pero la realidad es que Nayla se había labrado su propio camino. Conociendo sus leyes y costumbres, las había desafiado y como todo acto tiene su consecuencia, ella no podía sentirse culpable.
A la mañana siguiente, el castigo fue impartido por uno de los miembros de la corte. Los gritos desgarradores de Nayla se escucharon por los pasillos del palacio. El cuerpo de Sienna tembló y su piel se erizó hasta que los gritos cesaron.
“Debes estar contenta”, dijo Zaida, apenas se encontraron en lo alto de las escaleras.
“Debería sentirme complacida de que mi esposo obtuviera justicia, sin embargo, el castigo no ha sido aplicado como debía ser. Usted debió acompañar y compartir ese castigo con Nayla”.
“¡¿Estás loca?!”, gritó Zaida ante las palabras de Sienna.
“Aquí la única loca es usted. Ni siquiera siente aprecio por esa pobre mujer a la que ha manipulado para sus propios intereses. ¡No sé qué clase de mujer sea, ciertamente que por sus venas debe correr la sangre de una serpiente, igual de fría y rastrera!”, exclamó Sienna con rabia.
La mano de Zaida salió disparada y cruzó el rostro de Sienna, haciéndole girar el rostro.
“Cuida tus palabras, Sienna Mackenzie, porque aún no sabes el daño que puedo llegar a hacerte”, gruño la mujer.
Sienna no respondió con palabras, pero con la misma fuerza impactó su mano contra el rostro de Zaida.
“No me amenace, porque no le tengo miedo, señora”, dijo Sienna.
Zaida se llevó la mano a la mejilla, miró a Sienna con profundo odio antes de hablar
“Te juro que vas a arrepentirte por esto que acabas de hacer”.
Sienna la miró y pasó junto a ella, golpeándola con su hombro y dirigiéndose a su habitación, sin encontrar a Callie.
“¡Maldita mujer!”, gruñó Sienna, mientras lágrimas de impotencia corrían por sus mejillas.
Mientras tanto, Callie cerró los ojos, quería irse de allí, quería volver a su país y olvidarse de todo lo que había vivido en esas semanas, sin embargo, no podía hacerlo.
No podía dejar a Sienna sola, aunque eso significaba sacrificar su corazón. Su tonto corazón que seguía enamorado de un mal hombre. Farid no se merecía su amor, no era más que otro títere en las manos de Zaida. Un hombre que no se tentaría el corazón para herirla con tal de complacer a la hiena que tenía por madre.
“¿Por qué tienes que dolerme tanto?”, preguntó Callie, luchando para no echarse a llorar como una chiquilla.
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