La esposa rebelde del árabe -
Capítulo 110
Capítulo 110:
Azahara no entendía el motivo de las preguntas de Abdel, sin embargo, el fuego de su mirada le hizo sentirse terriblemente mal.
“¡Eres igual que ella! ¡Una hiena sin corazón!”, gritó Abdel, levantándose como un rayo y tomando a Azahara de los brazos, apretándola con tal fuerza que un g$mido doloroso salió de los labios de la mujer.
“Me haces daño”, susurró ella con voz ahogada.
“No sabes, no tienes idea del daño que aún puedo causarte, Azahara”, gruñó Abdel.
La mujer tembló de pies a cabeza ante el tono empleado por Abdel, su corazón martilló contra su pecho con tal fuerza, que pensó que se le iba a salir del cuerpo.
“¿Qué clase de mujer eres, Azahara? ¡¿Qué mujer hace lo que tú hiciste?!”, gritó Abdel, pegando su rostro al rostro de la asustada mujer.
La garganta de Azahara se secó.
“No sé de lo que hablas”, respondió.
La mano de Abdel subió por su hombro hasta llegar a su garganta.
“¿Dónde está mi hijo? ¿Qué fue lo que hiciste con él?”, preguntó Abdel.
El aire escapó de los pulmones de Azahara, su cuerpo pareció perder fuerza, mientras sus ojos se agrandaron por la impresión.
¿Lo sabía?
¿Abdel lo sabía?
“¡Respóndeme!”, gritó Abdel con tal desesperación que Azahara ya no tuvo dudas.
“Abdel”, dijo Azahara.
“¿Dónde está? ¿Qué hiciste con él?”, preguntó Abdel.
Ella negó y sus ojos derramaron una cascada de lágrimas.
“Me estás haciendo daño”, susurró con dificultad cuando la mano de Abdel se cerró sobre su cuello.
“Puedo matarte y estaré en mi pleno derecho de hacerlo, ¡habla!”, ordenó Abdel.
Azahara sollozó.
“Hazlo, Abdel, mátame y libérame de mi miseria de una buena vez”, susurró. “¡Mátame, por piedad!”, gritó.
Abdel presionó un poco, solo un poco más sobre el cuello de Azahara, antes de liberarla y alejarse de ella.
La mujer tosió un par de veces, mientras llevaba aire a sus pulmones.
“No será tan fácil, no dejaré que te vayas hasta que no me confieses la verdad”, gruñó Abdel.
Azahara miró la puerta y midió la distancia que había entre ella y Abdel, podía correr y huir despavoridamente del lugar.
“Te encontraré y me aseguraré de que tu vida sea un verdadero infierno, así que, piénsalo mejor”, le advirtió Abdel, como si fuera capaz de leerle los pensamientos.
“Abdel”, dijo Azahara.
“¿Dónde está mi hijo, Azahara?”, insistió Abdel.
Ella tembló de nuevo, bajó el rostro y con lágrimas en los ojos habló.
“Murió al nacer”.
“¡Mientes!”, refutó Abdel con enojo.
“¡No! No te estoy mintiendo, mi bebé murió el mismo día que nació”, lloró Azahara.
Sin embargo, Abdel no podía creerle, caminó y entre el desastre que había en la habitación buscó la carta de Zaida y se la entregó.
Las manos de Azahara temblaron con violencia y gruesas lágrimas cayeron de sus ojos al leer el contenido de la carta.
No había duda que era la letra de Zaida.
Con un terrible dolor se fue dando cuenta que su hermana le había mentido toda la vida, que no solo la había usado para salvar su matrimonio, sino también que le ha había robado a su bebé.
“¡Maldita seas Zaida!”, gritó Azahara, antes de caer desmayada sobre el piso.
“Le hice creer a tu tía que su hijo nació muerto”, leyó Abdel en la carta de Zaida.
Esa era su intención, cargar a Hassan con sus culpas, cuando su hijo era inocente de todo. Nadie le había pedido a Zaida actuar de la manera que lo había hecho. Su ambición y maldad superaban todo lo insuperable.
El grito desgarrador de Azahara rompió el hilo de los pensamientos de Abdel, tocando cada fibra de su ser.
Él se giró para verla, pero Azahara se había desmayado y caía al piso.
Abdel dudó entre llamar a su personal para que atendieran a Azahara o hacerse cargo de ella personalmente.
Finalmente, la tomó entre sus brazos y la llevó a su habitación.
Si Azahara pensaba que podía escapar de él, se había equivocado. No la dejaría sola hasta que le dijera toda la verdad que necesitaba saber, hasta que le explicara el maldito juego del que había sido víctima en el pasado.
Abdel dejó a Azahara sobre su cama y solicitó agua tibia y sales a una de sus empleadas, pero sin abrir la puerta, nadie debía saber que Azahara estaba allí, no todavía.
Al volver a la habitación, Abdel miró a la mujer tendida sobre sus sábanas, su rostro mojado por las lágrimas, los ojos rojos y ligeramente hinchados.
Un ramalazo de culpa lo azotó, pero fueron solo segundos, pues él no debía sentir culpa por algo que las hermanas Hijazi habían hecho, no era responsable de la maldad que habitaba en ellas.
Los golpes en la puerta llamaron su atención, Abdel se levantó rápidamente, tomó las cosas que había solicitado y volvió al interior de la habitación.
Limpió el rostro de Azahara con la toalla húmeda y acercó la gasa con alcohol a su nariz, hasta que ella empezó a parpadear.
Entonces se alejó, poniendo una distancia prudente entre ellos.
Azahara se llevó una mano a la cabeza, sus ojos dolían, su garganta se sentía irritada y la opresión en su pecho parecía ahogarla.
Los recuerdos llegaron a su memoria y la golpearon sin piedad, ella sollozó sin darse cuenta de que no estaba en su habitación y tampoco estaba sola.
“Necesitamos hablar”, dijo Abdel, su tono tan frío que el cuerpo de Azahara tembló.
“Abdel”, susurró ella con terror.
“¿Dónde estoy?”, preguntó.
“En mi habitación”, respondió Abdel sin más.
El corazón de Azahara latió con fuerza, tanto que temió que fuera a salirse de su pecho.
“No es correcto que esté en tu habitación”, murmuró.
Abdel dejó escapar una carcajada sin humor, más bien de frustración y dolor.
“¿No es correcto?”, se burló, y ella tembló.
“¿Me puedes decir lo que es correcto, Azahara?”, le cuestionó con mordaz frialdad.
La mujer tragó, se levantó de la cama y se sentó, pues dudaba mucho de que fuera capaz de mantenerse en pie.
“¿Es que hay algo correcto que las hermanas Hijazi hayan hecho en esta vida? ¿O somos nosotros, el resto de mortales quienes se han equivocado siempre?”, atacó Abdel de nuevo.
Azahara bajó la cabeza, mientras un sollozo abandonaba sus labios.
“Estás siendo cruel”, susurró tan bajo que, si Abdel no tuviese puesta su atención por completo en ella, quizá no la hubiese escuchado.
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