Capítulo 105:

“Hable”, ordenó Abdel ante el silencio y la duda del hombre frente a él.

El jefe de la policía respiró profundamente y se armó de valor para sacar el sobre y entregarlo.

“Fue su última voluntad, nadie sabe lo que ella escribió, sin embargo, fue clara al pedir que se le entregara al Señor Hassan el día de su boda, me temo que no estaré allí para cumplir el deseo de un difunto, por lo que le pido sea usted quien se lo haga llegar a su hijo”

Abdel miró el sobre blanco en las manos del policía como si fuera una serpiente igual o peor de venenosa de lo que fue Zaida.

“Señor”, el hombre insistió.

Abdel extendió la mano y tomó el sobre.

“Puede retirarse”, ordenó.

El jefe de la policía asintió, hizo una rápida reverencia y salió de la habitación.

Abdel se giró de nuevo para ver por el ventanal, de sus ojos se derramaron un par de lágrimas, había amado tanto a Zaida, tanto, que incluso había renunciado a ser él, le había permitido tantas cosas que jamás debió, y todas en nombre del amor.

“¡Qué estúpido fui!”, exclamó, mientras estampaba su puño contra la pared más cercana, sus nudillos se llenaron de sangre, pero poco le importó. Había heridas mucho más profundas en su corazón, más dolorosas que saberla muerta.

El sobre blanco en la otra mano se arrugó por la fuerza con la que fue estrujado entre los dedos de Abdel, él no supo cuánto tiempo pasó de aquella manera, entre el dolor y la ausencia.

Cuando por fin se sintió dueño de sí mismo, miró la carta arrugada en su mano, era la letra de Zaida, no cabía duda.

Abdel estuvo tentado a romperla y que su hijo no se enterase jamás de su contenido, sin embargo, no pudo hacerlo y cuando la puerta se abrió sin que llamaran, lo ocultó en el cajón del escritorio.

“Señor”

“¿Nadie te enseñó a tocar la puerta?”, preguntó con brusquedad.

Azahara inclinó el rostro en señal de disculpa.

“La puerta estaba abierta, señor”, intentó defenderse, mientras dejaban la bandeja con el té en el escritorio.

“Puedes retirarte”, dijo Abdel, haciéndole una señal con la mano herida.

Azahara no pudo evitar ver la sangre en los nudillos de Abdel, entonces se fijó en su rostro, sus mejillas parecían tener rastros de lágrimas.

“¿Se hizo daño?”, preguntó.

Abdel miró su mano y la llevó detrás de su espalda.

“He dicho que te retires, Azahara”, dijo con molestia.

“Deje que atienda sus heridas y luego me marcharé”, refutó Azahara, yendo al cuarto de baño de la biblioteca para coger el botiquín.

Abdel maldijo al verla renuente a marcharse, pero no dijo nada.

Quizá Azahara quisiera asistir al funeral de su hermana, después de todo, era su única familia viva.

Cuando Azahara volvió con gasas y alcohol para curarlo, no se negó y tampoco gritó que se marchara. Dejó que hiciera su trabajo.

Azahara temblaba como una hoja, no había tocado más piel en todos esos años que la de su esposo y se sintió extraño.

“¿Has terminado?”, la voz de Abdel le causó escalofríos.

“Sí, lamento demorarme”, se disculpó Azahara, levantándose del piso y acomodando las cosas en el botiquín de nuevo.

Abdel la miró en completo silencio, ella volvió al cuarto de baño y en segundos regresó ante él, le sirvió el té y se dispuso a marchar.

“¡Espera, Azahara!”, exclamó Abdel, haciendo que la mujer se detuviera en seco, pero sin girarse. No quería mirarlo, menos si iba a regañarla.

“Señor”, se atrevió a decir.

Abdel se levantó del sillón y caminó hasta sentarse en su silla, detrás de su escritorio y poner una distancia sana y prudente entre ellos, sobre todo, porque la noticia que iba a darle no era cualquier cosa.

“Siéntate”, pidió, lo cual sorprendió a Azahara.

“Ven”, insistió.

La mujer tragó el nudo formado en su garganta, se armó de valor y se giró para volver sobre sus pasos y sentarse en el sillón donde antes estuvo sentado Abdel.

“¿Hice algo malo?”, preguntó.

Él negó.

Eso tranquilizó a Azahara, por lo menos no iba a gritarle, así que esperó a que él hablara, aunque el silencio entre los dos, parecía ser mucho mejor que cualquier palabra.

Abdel miró a Azahara, había muchos rasgos de Zaida en ella, el color de sus ojos, la forma de su rostro, pero había algo que las hacía distintas, él no sabría decir qué.

“Señor”, susurró Azahara nerviosa por el escrutinio del que era víctima.

Abdel dejó escapar el aire que no sabía que estaba conteniendo, apretó sus puños y habló.

“Zaida ha muerto”, dijo.

Un silencio sepulcral se adueñó de la habitación, Azahara parpadeó un par de veces, como si no hubiese comprendido las palabras de Abdel o quizá estaba en shock y no sabía cómo reaccionar ante la noticia.

Abdel esperó por unos minutos que se le hicieron una verdadera eternidad, mientras miraba el rostro de Azahara palidecer.

“¿Muerta?”, susurró.

“Sí, he recibido personalmente la notificación por parte del jefe de policía”, confirmó Abdel.

El corazón de Azahara se estrujó dentro de su pecho y gruesas lágrimas cayeron de sus ojos y rodaron por sus mejillas como cascadas que pronto la empaparon.

“Zaida”, susurró.

Abdel giró el rostro, no quería verla llorar, no sabía si la acción le entristecía o lo enojaba, pero al final de todo, ellas eran hermanas y no podía simplemente no decirle lo que había ocurrido ya.

“He dispuesto que preparen su entierro para esta noche”, soltó Abdel.

Azahara levantó el rostro al escucharlo.

“¿No va a decirle a sus hijos?”, preguntó con dolor.

“No”, respondió Abdel con firmeza.

“¡Eso es muy cruel de su parte!”, refutó Azahara levantándose de la silla.

Abdel cambió su semblante en un abrir y cerrar de ojos.

“¡¿Cruel?!”, medio preguntó, medio gritó, haciendo que Azahara cerrara los ojos.

“¡Cruel es lo que ella le hizo a mi familia!”, exclamó furioso.

“Asesinó a mi padre lentamente y no contenta con eso, trató de culpar a mi hijo y arrastrarlo con ella a la desgracia. ¿Qué clase de madre dañaría a su propio hijo por venganza?”, preguntó.

Azahara no podía rebatir sus palabras, pues era verdad.

“Sigue siendo la madre de sus hijos, señor, ellos tienen derecho a saber”, insistió.

Abdel se giró para no verla.

“Lo único bueno que Zaida me dio en esta vida, han sido mis hijos, Azahara. Ellos no se merecían todo el daño que ella les causó por mero capricho, porque ninguno de ellos pensaba como ella o porque no se sometían a su voluntad. Mucho haré con darle una sepultura digna”.

“¿Puedo acompañarlo?”, preguntó Azahara al comprender que nada haría cambiar de parecer a Abdel.

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