La enfermera del CEO -
Capítulo 14
Capítulo 14:
“Lo siento, lo siento señor, es decir, Alec. No fue mi intención. Ya mismo lo limpiaré.”
“Y trae una jarra nueva, al menos”, espeto con desagrado.
Una vez que termina sale de la habitación a buscar a Jennifer.
Giro los ojos y peino mi cabello y mi barba con las manos.
A mi esposa nunca le gustó que tuviese este look de leñador, pero a mí me encanta. Estos seis meses en encierro me ayudaron a dejarlo crecer.
Al cabo de un rato, Madison vuelve, pero sin Jennifer.
“Lo siento señor, ella me dijo que no podía y se fue”.
Esto no puede ser posible.
Estoy harto de que no le importe ni siquiera un poco a Jennifer.
Un nudo amenaza con formarse en mi garganta, pero no pienso demostrar mis sentimientos frente a Madison.
“¿De verdad te ha dicho eso?”
“Sí”, responde a secas.
Desde que pasó lo del accidente, me he tenido que ver la obligación de tomar antidepresivos.
Hay días mejores que otros, a veces siento que no los necesito, sin embargo, luego de este horrible comienzo, creo que estoy teniendo la necesidad de volver a consumirlos.
Mi vida es un maldito desastre.
“Dame el frasco verde que está en la cómoda”, le pido.
Ella enarca una ceja y se dirige al lugar que le he indicado. Revisa el frasco a pesar de que yo no la he autorizado para eso.
“Patrick me dijo que los estaba dejando”.
“Pues ya no más”, espeto.
“Alec, sé que puede ser…”
“¡Cállate y dame mis malditas pastillas!”, demando.
Ella da un sobresalto cuando subo el tono de mi voz. El médico las recetó, así que no hay ningún problema.
“Con esto no será el mismo”.
“¿Y quién te dijo que quiero ser el mismo? Tú solo eres la enfermera, no tienes ningún derecho a diagnosticarme, mucho menos a prohibirme tomar algún medicamento”.
A regañadientes me pasa el frasco.
Lleva la mirada gacha, no creo que esté contenta con mi petición, pero no me importa. Necesito apagar estas emociones de agobio y desesperanza dentro de mi ser.
No sé cuánto tiempo más pueda seguir soportando esta vida miserable de la que ahora soy protagonista.
Saco un par de píldoras y me las trago con un poco de agua.
La espera hasta que haga efecto se siente eterna.
“Ayúdame a bajar de aquí”.
Madison no dice nada, me toma en sus brazos una vez más, con esa inusual fuerza que siempre me descoloca, y me pone en la silla que previamente había acomodado.
Poco a poco las pastillas que me tomé hacen que el dolor en mi pecho se mitigue.
Me siento como adormecido, relajado.
No obstante, sé muy bien que lo que estoy haciendo es solo posponer lo inevitable.
Mi matrimonio con Jennifer parece desmoronarse lentamente.
Quisiera creer que el culpable de todo fue el accidente, pero la verdad es que ella ya venía con esas actitudes desde mucho antes.
La enfermera empuja la silla hasta la sala de la casa y me deja frente al televisor.
De pronto, un programa en particular me hace transportar a otro momento, uno que no quisiera recordar nunca más.
El comercial comienza con el ladrido de un perro, y entonces en un segundo, ya no me encuentro en la sala de mi casa.
Siento que mi corazón se acelera hasta el punto en que va a saltar de mi pecho.
Estoy en la calle, es de noche, y no es cualquier momento.
Es el mismo día de mi accidente.
“¿Qué está pasando?”, pregunto en voz alta.
Estoy de pie y camino como siempre lo he hecho.
Varias gotas de sudor recorren mi frente.
No puede ser.
No puede ser que este reviviendo esto otra vez.
Ya sé qué es lo que va a pasar, así que salgo corriendo sin esperar a que suceda una vez más, sin embargo, es inevitable, no puedo burlar al destino.
Paso por el mismo callejón oscuro en aquella cuadra solitaria en Austin.
Y ahí está, tal como esa noche. Los ojos amarillos brillantes de un animal que parece poseído por el mismo demonio.
“¡Aléjate de mi!”, advierto.
El animal gruñe y sale de entre las sombras con los colmillos al aire y el hocico lleno de saliva espesa y blanca.
Su posición de ataque hacia mí es evidente.
Doy un paso hacia atrás, y luego otro. Y a cada paso que yo retrocedo, él avanza sin titubear.
De la nada, el perro que parece poseído, se decide a dar el primer salto, corre hacia mi dispuesto a morderme, despedazarme y matarme sin piedad.
Salgo corriendo para evitarlo.
Esto a su vez me gatilla otro recuerdo, uno mucho más lejano, en mi niñez…
“¡Auxilio!”, grito, pero nadie viene a ayudarme…
“¡Alec! ¡Alec! ¡¡Señor Fairchild, reaccione!!”
La voz de Madison me trae de vuelta a la realidad.
Siento a mi corazón retumbar dentro de mi pecho con insistencia.
Abro los ojos y cuando lo hago, ella está tan cerca de mí, que un acercamiento más y podría rozar mis labios con los suyos.
Está sujetando mis mejillas y su cara de preocupación es obvia.
El sudor que cae por mi frente también es real.
“¡Ay, señorita! ¿No le dijo la señora que no pusiera nada sobre esos animales?”
Cuestiona una de las mucamas.
“Sí, pero yo no controlo lo que pasan en los comerciales. Déjenos solos por favor”, pide.
Enseguida vuelve su vista hacia mí, y por un momento, me pierdo en esos ojos marrones.
“¿Está bien? Lo siento, lo lamento tanto.”
Llevo una mano a mi pecho para intentar calmarme.
Sé que es lo que me acaba de pasar, pero no puedo evitar sentirme tan vulnerable.
Mi pecho intenta desesperadamente buscar algo de aire para respirar, sin embargo, parece que he olvidado cómo se hace.
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