Capítulo 98:

“¿Qué? ¿Por qué haces esto?”.

“La última vez que te vi, te dije que solo habría dos opciones”, dijo Johan y una sensación amarga dominó su pecho.

“Soltarte o llevarte al infierno…”.

“¿No solo viniste a ayudarme?”

Lorena deseaba en el fondo irse con ese hombre peligroso de mirada rota.

“No, también vine para despedirme por última vez…”.

Lorena sintió un retortijón, pues, aunque la euforia por huir con él estuviera dominando su corazón, la decisión estaba tomada, no lo seguiría al infierno. ¿No era mejor mantenerse alejada de él? Entonces… ¿Por qué se sentía mal?

“Tengo planes en los cuales tú no serás parte, incluso me temo que esta… «amistad» puede ser un peso muerto para mí”.

“Si eso es lo que soy, un «peso muerto», ¿Por qué decidiste ayudarme?”.

“Metiste las manos al fuego en más de una ocasión por mí, incluso sabiendo la clase de hombre que soy. Mi deuda está saldada…”, dijo Johan acercándose con melancolía, tenía la determinación de no volverla a ver, no solo porque era un lastre con el cual no estaba dispuesto a cargar, sino porque sabía que no tenía nada que ofrecerle a una chica tan especial.

“¿Cómo estoy segura de que me escucharán?”, preguntó Lorena levantando el papel.

“Porque, cuando los contraté, les pedí que solo aceptaran negociar contigo y les recomendé que fueran fáciles de convencer”, agregó con una sonrisa tierna y acarició la mejilla de Lorena.

“Mucha suerte, tienes el tiempo en tu contra”.

Lorena estaba conmovida y no pudo evitar abrazarse a su cuello, pegando su cuerpo al suyo.

Johan dudó en corresponder el abrazo, sus manos rodearon la cintura de Lorena con duda, como si al estrecharla fuera a desaparecer. Escondió su rostro en su cabello que olía a durazno y supo que mientras él era oscuridad, ella era toda luz.

“Gracias…”, dijo Lorena con ternura y su sonrisa desarmó a Johan.

Se inclinó lentamente hacia ella y probó sus labios, sin las prisas que tuvo la primera vez. Por un momento solo era un hombre que se había colado en la habitación de la chica que le gustaba. La boca de Lorena respondió a la de Johan, creando un beso dulce y lento, uno que sabía a pólvora y miel.

Cuando por fin Johan tuvo fuerza de voluntad para alejarse de Lorena, sus manos aún se aferraban a su cintura. No quería desaparecer de su vida y que lo olvidara.

¿Sería mucho pedir ser parte de su día a día, abandonarlo todo y solo ser un jardinero enamorado de la criada más atenta de la casa? No, él deseaba más, deseaba poder, deseaba tener más que un sueldo miserable.

“Cuídate mucho”, agregó Lorena sabiendo que ese era el final. Su amor pasajero con un hombre peligroso había terminado.

Johan retrocedió hasta la ventana sin quitarle la mirada de encima, aún lleno de dudas, y salió de la misma forma que había entrado.

Lorena vio el papel en su mano y buscó su celular mientras sus mejillas aún estaban sonrojadas. De inmediato marcó el número de Álvaro, era el único con el que podía confesarse y el único que podría ayudarla.

“Estás en serios problemas…”.

Álvaro la esperaba en la entrada del reclusorio, aún era de madrugada y estaba furioso después de escuchar todo lo ocurrido

“¡Ese hombre te pudo matar! ¡Te lo dije!”.

“¿Conseguiste que el director te dejara hablar con esos hombres?”, preguntó ignorando el miedo de su amigo.

“Tuve que hablar primero con Román… “.

Lorena se tensó, temía lo que el Señor Gibrand pudiera pensar de su negligencia.

“Él fue quien habló con el director. Están esperándonos”.

“¿Qué dijo el Señor Gibrand?”, preguntó Lorena preocupada.

“¿Por qué quieres que te lo diga yo, si él mismo te lo puede decir? También te está esperando”.

“¡¿Qué?! No… ya no quiero.”

Lorena se detuvo, pero Álvaro la tomó del brazo y la arrastró consigo al interior del reclusorio.

Lorena despertó con sueño, había llegado muy noche a la casa. No recordaba en qué momento habían terminado los regaños de Román, para comenzar con las negociaciones con esos dos prisioneros mal encarados.

Su aura le daba temor, pero ella era la única que podía hablar con ellos, pues se negaban a que alguien más se acercara a su celda.

Román le dijo que no tuviera decoro en ofrecer el dinero que ellos quisieran y exigieran. Cuando él saliera de la prisión, tendría para pagarles cada centavo.

Salió de su habitación, cansada, pero con paz en el alma. Las cosas no empeorarían por la declaración de esos presos, por el contrario, equilibrarían la balanza.

Emma había escapado de la escuela y llegado al edificio donde trabajaba Edward. Se sentía intimidada y con ganas de regresar a casa. Se armó de valor y entró ante la mirada arrogante de la mayoría de los trabajadores.

“Niña, no puedes estar aquí…”, dijo la recepcionista sospechando que se había perdido.

“Vine a hablar con el Señor Edward. Me está esperando. Soy Emma Gibrand”.

De inmediato la recepcionista adoptó una actitud más agradable y le señaló el elevador con el dedo.

“Último piso, sala de juntas… intenta no perderte“, indicó la mujer y la volvió a ignorar.

Emma siguió las indicaciones y no tuvo problemas en llegar a la sala, tocó un par de veces antes de entrar y entonces se encontró con la mirada profunda y victoriosa de Edward.

“La pequeña Señorita Gibrand, puntual… eso me agrada”, dijo el hombre plantándose al lado de la chica.

”Entonces… ¿Está dispuesta a casarse con mi hijo?”

“Lo estoy… solo ayude a mi padre”, dijo Emma apretando los dientes y sin valor para levantar la mirada hacia ese hombre.

“Aún eres menor de edad… cualquier contrato deberá ser firmado por alguno de tus padres, de preferencia uno que no esté en la cárcel.”

Tomó el contrato de la mesa y se lo ofreció.

“Mi mamá no aceptará firmarlo… ella… está en contra de esto”.

“Es una lástima, sin su firma no puedo hacer nada…”

Retiró el contrato de las jóvenes manos, aparentando decepción, y lo dejó sobre la enorme mesa de roble

“Es una lástima, pero dado que no hay mucho que pueda hacer por ti, entonces te pediré que te vayas”.

“Puedo falsificar su firma…”

“Pequeña, eso es ilegal… además, necesito una copia de su identificación oficial para que esto funcione…”

Emma sacó del bolsillo de su pantalón la identificación de Frida y la puso sobre la mesa.

“¿Tiene fotocopiadora?”, preguntó llena de decisión.

Edward revisó la identificación y la dejó sobre la mesa.

“Es abogado, sabrá cómo encubrir mi «travesura». ¿Quiere que me case con su hijo? Deme cinco minutos a solas en esta sala y tendrá el contrato firmado y la copia de la identificación”.

Edward sonrió orgulloso, le fascinaba ver que esa encantadora florecita tenía cierto grado de malicia.

Era bastante inteligente como su padre adoptivo, pero también era demasiado joven y confiada.

“¿Sabes qué haremos?”, preguntó sacando de su saco una pequeña memoria USB y la dejó en la mesa junto al contrato.

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