Capítulo 95:

“¿Quién te dijo que trabajando para Marianne?” preguntó divertido.

“Esto es una cita… he pasado cada noche entre sus piernas desde que abandoné la residencia…”

Lorena lo vio con asombro y una punzada de celos atenazó su corazón.

‘No me debería de importar con quién pase sus noches, es un asesino, un ladrón…’, pensó indignada por lo que su cuerpo sentía al estar entre sus brazos.

“Los días como asesino han acabado… mientras el Señor Raig y el idiota de Gerard sigan encerrados, yo me volveré la cabeza de esta familia… Marianne se volverá mi esposa y no tendré que molestarme por volver a delinquir”.

“¡Felicidades! ¿Me sueltas?”, dijo Lorena empujándolo por el pecho.

“¡No me interesa lo que hagas con tu vida! ¡Solo aléjate de mi familia!”.

Johan la tomó por la muñeca y la atrajo de nuevo hacia él, esta vez abrazándola con dulzura y olfateando su cabello.

Lorena se sonrojó, pero no hizo ningún intento por alejarse. Hacía mucho tiempo que se había negado el amor de un hombre por sus responsabilidades hacia Román, pero en ese momento recordó lo lindo que se sentía ser abrazada por uno.

“Nos volveremos a ver, Lorena… cuando menos te lo esperes estaré ahí, no sé si para llevarte conmigo al infierno o para despedirme una última vez…”, sentenció Johan y acarició su cabello con ternura antes de besar su frente y alejarse de ella.

El cuerpo de Lorena sucumbió ante un escalofrío y sus ojos se clavaron en la espalda de ese hombre peligroso que se fue de regreso a la tienda de ropa de donde salió Marianne con un par de bolsas.

Lo buscaba con premura y en cuanto sus ojos se posaron en él, su rostro se llenó de felicidad. Se lanzó a los brazos del asesino y este la estrechó. Sus ojos la veían con avaricia y no con la ternura que habían destilado por Lorena.

Tomados de la mano y después de un beso que parecía dulce, salieron de la plaza comercial, dejando a la criada confundida y herida del corazón.

“¿Lorena?”, preguntó Frida al salir de la cafetería y ver a su amiga como una estatua en el pasillo.

“¿Estás bien?”.

Lorena parpadeó un par de veces, saliendo de esa hipnosis en la que había caído. Cuando volteó hacia Frida, parecía aún desconectada de la realidad.

“Sí, estoy bien…”.

De nuevo su mente se debatía entre contar todo lo ocurrido o guardárselo. Tal vez después, con más tiempo y cuanto sea necesario, lo diría. Solo esperaba identificar correctamente el momento adecuado y no abrir la boca cuando ya fuera demasiado tarde.

“¿Está segura de esto?”, preguntó Álvaro caminando de un lado para otro dentro del despacho.

“¿Tenemos otra opción?”, respondió Frida cabizbaja.

“El Señor Edward es… complicado. Ni como abogada, ni como clienta, me gustaría tener una plática con él”, dijo Jimena y su cuerpo tembló.

“¿Frida? El Licenciado Harper acaba de llegar”, dijo Lorena asomándose por la puerta, sintiendo la tensión dentro del despacho.

“Hazlo pasar…”, contestó Frida y tragó saliva con sonoridad.

“Déjenme sola con él”.

“Aún es tiempo de arrepentirnos. Tenemos que hablar con Román sobre esto”, dijo Álvaro desesperado.

“Álvaro, por favor”, insistió Frida.

Tenía tanto miedo como ellos, pero intentaba no demostrarlo.

Edward Harper entró prepotente y arrogante al despacho, paseando la mirada por cada pared, criticando y maldiciendo en su mente. Había visitado a Frida por mera cortesía y curiosidad, pero estaba seguro de que esa mujer no tendría nada que ofrecerle.

“Licenciado, por favor, tome asiento”, invitó con gentileza.

“¿Desea alguna bebida?”.

“No, presiento que esta será la charla más breve que he tenido. Dígame, ¿para qué solicitó mi presencia? Como sabe, estoy bastante ocupado con mis abogados viendo como destruir a su esposo en la corte», dijo Edward.

“Vaya… qué directo…”, dijo Frida y se sentó de nuevo, con las manos inquietas en el escritorio y sin saber cómo abordar el tema.

“Mi marido es un hombre poderoso, más de lo que Martina Gibrand podría ser y necesito su ayuda para que salga de prisión. Ya estoy trabajando para la Señora Gibrand, me parecería muy desleal cambiar de bando durante la apelación”.

“Obtendría una oferta más jugosa de mi esposo que de su prima. Solo revise las acciones del corporativo, desde que Martina tomó el poder, ha sufrido más fracasos que ganancias. El imperio que construyó Román se está cayendo a pedazos, pero si usted me ayuda…”

“¿Necesita mi ayuda? Su esposo salió de la cárcel en el momento que quiso y cuando quiso”.

“No sé de qué habla…”.

“¿No sabe? Yo juraría que sí, y pienso agregarle más años a su condena por eso”.

“No tiene pruebas”, espetó Frida.

“Pero las tendré…”.

Ofreció una sonrisa cargada de satisfacción al ver que Frida había perdido el hilo de su argumento y la desesperación hacía mella.

“Con su permiso, Señora Gibrand”.

En cuanto se levantó y giró, se encontró con Emma en la puerta, una encantadora criatura que había florecido en la pubertad y ahora lucía el cuerpo de una jovencita, cintura delicada y piernas largas como las de su madre, así como unos ojos azules tan profundos que cautivaban. Su cabello castaño estaba recogido en una coleta y con ese vestido rosa parecía una muñequita de porcelana, inocente e incrédula.

“¿Emma?”, preguntó Frida desconcertada al verla.

“¿Qué haces aquí?”.

“Perdón, no pensé que estuvieras ocupada”, dijo mordiéndose el labio y bajó la mirada a los panqués que había horneado en la cocina. Se sentía tan orgullosa de ellos que quería compartirlos con su madre, pero no sabía que tenía visitas

”Yo… solo… ah… ¿Quieren un panqué?”.

“Amor, creo que no es el momento más indicado, en cuanto acompañe al Señor Harper a la puerta…”

“Encantado…”, dijo el abogado y se acercó con una sonrisa torcida para tomar uno. Lo analizó primero y después le dedicó una mirada aguda a la jovencita.

“¿Qué edad tienes, niña?”.

“Cumplo diecisiete en un par de meses”, respondió Emma nerviosa por la actitud tan imponente del hombre que comenzó a saborear el panqué.

“Diecisiete, pronto dieciocho…”, dijo en voz baja y sonrió.

“Pequeña, ¿puedes darnos privacidad a tu madre y a mí? Aún no terminamos de negociar”.

“Ah… Sí… Claro…”, respondió Emma buscando la mirada de Frida que de inmediato asintió con la cabeza.

“Con su permiso”.

En cuanto Emma atravesó la puerta, Edward sonrió y de nuevo vio ese panqué en su mano, con lascivia.

“Encantadora hija la que tiene, Señora Frida”.

“Heredó su belleza…”

La actitud del abogado había cambiado y eso preocupó a Frida

“Dígame, ¿ya está prometida?”.

“¿Prometida?”, preguntó desconcertada.

“Sí, me pregunto si ya tiene un prospecto para ella… ¿Ya le consiguió marido?”.

“¡No! Es solo una niña… además, ella encontrará a su marido cuando llegue el momento”, dijo Frida horrorizada.

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