Capítulo 84:

Iba a tomar a Román de los hombros y sacudirlo, pero a medio camino se desvió hacia Frida. Aún le tenía miedo a ese hombre.

“Estoy embarazada”, dijo Frida emocionada y Hugo bajó la mirada a su v!entre como si fuera notorio.

“Seremos de nuevo padres”.

Frida tomó la mano de Román y compartieron una sonrisa tierna.

De regreso a la residencia Gibrand, Frida se acurrucó entre los brazos de Román, luciendo ese diamante negro en su dedo. Las cosas habían salido mejor de lo que esperaba.

“¿Por qué cambiaste de joya? Creí que el zafiro te hacía recordar mis ojos…”, preguntó Frida dándole vueltas al anillo en su dedo.

“Hace años compré un diamante negro en Dubai, lo llamaban ‘Enigma’. Era producto del impacto de un meteorito hace más de 2,600 millones de años”.

“Cuando lo compré, un viejo jeque que había participado en la subasta me dijo que era una piedra que representaba el amor eterno y un remedio para los venenos del alma…”

Frida estaba sorprendida por sus palabras, era una joya más compleja de lo que creía.

“Cuando te fuiste con Marianne, mandé a hacer el anillo. Ha sido la joya más cercana a ser merecedora de adornar tu dedo”.

“¿Hablas en serio?”, preguntó Frida tomando distancia.

“¿Más de 2,000 millones de años? Me imagino lo que te tuvo que costar…”

“Lo adquirió por 4,4 millones de euros, Señora”, contestó Álvaro desde el asiento del conductor.

“¿Estás diciendo que Frida tiene 4,4 millones de euros en un solo dedo?!”, exclamó Hugo al lado de Álvaro.

“Una fracción… El diamante era muy grande y se mandó a cortar. Tal vez un millón solamente…”, respondió Álvaro como si no fuera gran cosa.

“No sé qué tengas que hacer Frida, pero no puedes perder ese anillo”, dijo Hugo con los ojos bien abiertos.

“Si lo pierde, le mandaré a hacer otro, con alguna piedra aún más exquisita…”.

Román acarició con ternura el rostro de Frida, la veía con tanta devoción, que la hizo sonrojar

“Lo que sea por hacerte feliz”.

Frida regresó a casa, regresó a sus hijas y regresó al hombre que amaba. Su memoria había sido casi restaurada. Cada recuerdo regresaba de entre la bruma. Los malos momentos eran tragos amargos que ya no dolían, los recuerdos dulces se clavaban en su corazón llenándolo de dicha.

El violín que le había regalado Román hacía tantos años volvía a sonar por la casa, con melodías melancólicas, pero también alegres. Cari era quien más seguía a Frida cuando la escuchaba y, si conocía la canción, la cantaba con su dulce y tierna voz.

Los días pasaron y los Raig ya no eran noticias, incluso Marianne parecía haber sido tragada por la tierra. El único conflicto que los asolaba era decidir qué día festejarían la boda.

“Tienes el estómago vacío, ¿Cómo es que sigues vomitando?…”, preguntó Román viendo como su mujer se aferraba a la taza del baño y se arqueaba de manera dolorosa.

“Explícaselo a mi estómago”, respondió Frida con el rostro pálido y las ojeras marcadas.

Román, que se había sentado a su lado en el baño, le ofreció un vaso con enjuague bucal. Ya se había aprendido la rutina matutina.

“¿Sabes que me haría sentir mejor?”, preguntó emocionada.

“Me aterra cuando haces esa pregunta”, respondió Román temeroso de la sonrisa pícara de Frida.

En la cocina Frida comía con deleite papas a la francesa bañadas en jarabe de chocolate y queso derretido, mientras Román la veía con asco, torciendo la boca y el ceño cada vez que la veía engullir con gozo.

“Ahora soy yo quien tiene náuseas”, dijo extrañado.

“¿Otra vez papas con chocolate y queso?”, preguntó Emma divertida, sirviéndose un vaso de jugo.

“Cuando estaba embarazada de Emma, amaba echarle mermelada de fresa a las hamburguesas con tocino”, dijo Frida recordando con nostalgia y haciendo que Román frunciera más el ceño.

“Y cuando estuve embarazada de mi pequeña Cari me gustaban las galletas de chocolate con mayonesa”.

“Esta es tu faceta más rara”.

Román no entendía cómo esa mujer tan linda estaba devorando de esa forma tal atrocidad culinaria, pero comenzaba a acostumbrarse.

“Creo que debemos postergar nuestra boda…”, dijo Frida acercándole una papa a la boca. Román, después de corroborar que no tenía chocolate, la tomó con los labios.

“No quiero estar vomitando durante la recepción”.

Aunque Frida solo quería firmar los papeles, Román deseaba hacer una gran fiesta. Una forma de aclarar al mundo que Frida seguía siendo suya y siempre lo sería.

“Bien, la haremos cuando te sientas lista”, respondió Román y besó su mejilla.

Los meses pasaban volando y el v!entre de Frida crecía cada vez más, incluso era posible que Cari se escondiera debajo de este y desaparecer de los ojos de su madre. Era útil después de hacer alguna travesura.

Lo que más disfrutaba Román de vivir el embarazó de Frida, era su habilidad al tener que recoger cosas del suelo. Su destreza era la misma que tendría un oso panda somnoliento, y en la cama las cosas se complicaban, pues las almohadas rodeaban a Frida y reducían el espacio de Román.

Dormir abrazados era una práctica que había dejado algo olvidada, aunque Román siempre se las ingeniaba para permanecer cerca de ella y esconder su rostro en su suave cabello, inhalando su delicioso aroma hasta conciliar el sueño. Román creía estar listo para el día especial, pero cuando este llegó, toda su preparación se fue por la borda.

Lo complejo no fue llegar al hospital, lo difícil fue sostener la mano de Frida mientras esta había comenzado la labor de parto. Román no sabía qué hacer para que su dolor fuera más tolerable, solo dejó que las delicadas manos de su mujer estrujaran las suyas hasta romper cada falange.

El suplicio parecía eterno hasta que el llanto del recién nacido iluminó el rostro de ambos padres. El dolor había desaparecido y se borró de la memoria de Frida en cuanto tuvo a su bebé entre los brazos.

Una pequeña criatura que lloraba desconsolada, ablandando su corazón y provocándole lágrimas de dicha.

“Mi niño lindo, ya todo está bien, aquí están papá y mamá para ti, mi amor…”.

La infinita ternura con la que Frida le hablaba a su bebé doblegó el corazón de Román y fue consciente de una muestra más de su suerte al tenerla como su mujer. Tomó con delicadeza al pequeño entre sus brazos y le sonrió con ternura.

Si creía que el embarazo había sido entretenido, Román descubrió que ya no volvería a dormir en mucho tiempo. Los llantos a medianoche lo despertaban y cuando se daba cuenta, Frida ya estaba amamantando o arrullando al pequeño, pero le torturaba verla somnolienta y cansada, parecía responder por inercia e instinto maternal.

Todo el día ella se encargaba de cuidar a los niños, llevar a las niñas al colegio, ayudarles con sus deberes, así como cuidar del bebé y llevarlo a sus revisiones con el pediatra. Román le había propuesto contratar a una nana, pero ella se había negado. Quería estar con sus hijos y disfrutar cada etapa por muy cansado que fuera.

Una noche él se despertó primero que Frida, el pequeño Mateo lloraba frenético, pero su madre estaba agotada. Román, cuidando de no despertarla, tomó a su hijo entre sus brazos y salió de la habitación.

Cuando el instinto materno de Frida la levantó, se dio cuenta que ni Mateo estaba en la cuna ni Román a su lado.

Salió de la habitación y se asomó por el barandal, encontrando una tenue luz que provenía de la cocina.

Llegó ahí, arrastrando los pies y bostezando, cuando abrió la puerta se encontró a Román arrullando al pequeño Mateo al mismo tiempo que le daba leche en su biberón. El niño lo veía con adoración y levantaba sus manitas hacia su padre como agradecimiento, mientras este se derretía en ternura por su hijo.

La escena fue tan conmovedora, que Frida decidió no hacer ningún ruido.

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