Capítulo 76:

“Se llama vergüenza y es algo que claramente no tienes”, dijo Frida con una sonrisa y recogió su lencería.

“Solo espero que nadie más se haya dado cuenta”.

“Con los gemidos que soltaste, lo más seguro es que todo el edificio se enterara”, dijo Román caminando hacia su escritorio mientras veía el contrato que había recibido.

Cuando se dejó caer sobre el asiento, rebuscó en la maleta de Frida y sacó uno de los bocadillos. Tenía más hambre que nunca.

“Que gracioso”, respondió Frida caminando hacia el escritorio, ella era el único motivo por el cual Román despegó su mirada de los papeles en su mano.

Se degustó con su hermosa figura cubierta por esa lencería. No solo estaba fascinado con su belleza, sino que sus ganas por volverla a tomar habían regresado. Si fuera por él no saldría de la habitación en días con tal de estar con ella.

“Quiero un hijo…”, dijo Román sin vacilaciones.

“¿Cómo?”.

Frida se abrazó a su ropa antes de ponérsela, parecía confundida.

“Quiero que me des otro hijo…”, ofreció su mano esperando a que Frida fuera hacia él. Era un gesto sencillo, pero que le llenaba el pecho de amor cuando ella se acercaba con confianza.

“Quiero una familia grande”.

“¿A qué le llamas grande?”, preguntó Frida divertida y se sentó de nuevo en el regazo de su esposo.

“Por lo menos cuatro”, respondió Román besando el hombro de su mujer.

“¿Por lo menos?”.

No pudo evitar sonreír divertida

“Señor Gibrand, no me imaginé que siendo el CEO más frío que puede existir en la ciudad, fuera un hombre afecto por los niños”.

“Solo si son tuyos”, respondió Román sonriendo contra su piel.

“Bien, entonces tengamos otro”, dijo Frida abrazándose al cuello de Román y dándole un dulce beso en los labios”.

“Creo que te hace falta desvelarte por cambiar pañales o arrullar a un bebé que no para de llorar, que tu saco termine vomitado o babeado, que alguien coloree tus contratos importantes o deje migajas en los asientos de piel de tu elegante auto.”

Román sonrió divertido y estrechó con más fuerza a Frida entre sus brazos.

“Entonces no seas cruel y déjame vivir esa experiencia, suena bastante alentador”.

“Te ves bien… te ves feliz…”, dijo Hugo viendo con una alegría melancólica a su hermana.

“Lo estoy, aunque… a veces tengo miedo”.

“¿De qué podrías tener miedo? Tu esposo es el hombre más poderoso de la ciudad… si él está contigo, ¿quién contra ti?”.

“No lo sé, creo que tuvimos tantos altibajos que tengo miedo de que después de tanta dulzura algo pase y me lo arrebate”, respondió Frida cabizbaja.

“Awww… te da miedo que alguien llegue y te arrebate tu tranquilidad. Felicidades, ya piensas como toda una adulta”.

“¿Te quedarás? Puedes usar el cuarto de huéspedes”, dijo Frida entre risas.

“Las niñas estarían encantadas de que te quedes un par de días…”.

“No lo sé… estoy comenzando con un pequeño emprendimiento y…”.

“Román puede apoyarte… podríamos hablar con él y…”.

“No sé, creo que las cosas entre Román y yo no quedaron muy bien”.

“Pero las pueden arreglar durante la cena, piénsalo…”.

“No lo sé, ¿Abusar de mi cuñado y pedirle dinero que de seguro nunca le voy a pagar? ¡Bien! ¡Puedo intentarlo!”, exclamó Hugo estirándose como un gato perezoso.

Román se disponía a salir de la oficina, ya era noche y no había recibido ninguna noticia de Frida. Había ido a ver a Hugo y le había prestado el Rolls-Royce, pero era hora que no llegaban. Intentó llamarla, pero no contestaba el teléfono y sintió una angustia que le retorció el estómago.

De pronto Margaret se asomó, con la mirada llena de lágrimas y la boca temblando.

“Señor… llamaron del hospital, se trata de la Señora Gibrand”, la voz de Margaret se quebró.

“Sufrió un accidente, su hermano y ella están en urgencias”.

El color abandonó el rostro de Román. De inmediato llamó por teléfono, necesitaba comunicarse con Lorena para que cuidara de las niñas mientras él averiguaba que había pasado.

“¿Qué fue lo que ocurrió?!”, exclamó Román al llegar al hospital y ser atendido por el doctor Bennet.

“Hubo un accidente con otro auto…”.

“¿Dónde está Frida?”.

“Ella está en cuidados intensivos, el golpe fue…”.

“¡Quiero verla!”, gritó Román furioso.

“Señor Gibrand, en este momento no puede pasar. Los médicos están estabilizándola para poder hacerle los estudios pertinentes… tendrá que esperar”.

Los ojos de Román se llenaron de dolor y desesperación. Necesitaba verla, quería abrazarla, quería saber que estaba bien.

“¿Qué tan grave está?”.

“El auto que chocó con ellos golpeó de su lado. El pronóstico es reservado”, dijo Bennet sintiendo lástima por el hombre que se desmoronaba delante de él.

“¿Quién fue? ¡¿Quién hizo esto?!”, preguntó furioso.

Por un momento Bennet dudó en hablar, tenía miedo de lo que pudiera hacer Román, pero también estaba consciente que, si él no se lo decía, lo averiguaría por su propia cuenta.

“El Señor Tiziano Sorrentino…”.

Román clavó sus ojos con escepticismo y la rabia hirvió en su corazón.

“Todo indica que fue un accidente…”, dijo el Doctor.

“No… no fue un accidente, no con ese hombre… ¿Dónde está?”.

“Señor Román, no puedo decirle…”.

“¡¿Dónde está?!”, exclamó furioso y tomó a Bennet de los hombros.

“Si no me dice, juro que lo encontraré, así tenga que cuestionar a cada doctor y enfermera en este lugar”.

En ese momento un cuerpo cubierto por una sábana blanca salía de una de las habitaciones. Esa era la respuesta que esperaba Román.

“Él fue quien se llevó la peor parte…”, dijo Bennet y agachó la mirada.

“Olvídese de venganzas, está muerto, pero Frida lo necesita”.

Tiziano Sorrentino había esperado el momento exacto, pensaba matar al hombre que había acabado con él y con su empresa, lo que nunca esperó es que el auto que persiguió y chocó con tanta violencia iba conducido por Hugo y Frida, y no por Román.

Murió creyendo que se había llevado al autor de su miseria con él, pero lo único que provocó fue dolor en sus propios hijos.

Cuando Román pudo ver a Frida, el corazón se le rompió en miles de pedazos.

El hermoso rostro de su esposa estaba lleno de heridas y hematomas, una mascarilla de oxígeno se aferraba a ella mientras los monitores tintineaban dándole algo de paz a Román, pues avisaban que su corazón seguía latiendo.

Los días pasaron y aunque podía dejar a cualquiera cuidando de Frida, él decidió quedarse a su lado, trabajando desde su computadora portátil, al lado de la cama de su mujer, dedicándole miradas rotas cada vez que tenía tiempo.

No dudaba en cargar su débil cuerpo cuando era necesario trasladarla a la camilla o subirla a las máquinas de tomografía o radiografía.

Nunca soltó su mano y cuando el dolor lo torturaba, más se aferraba a ella.

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