La divina obsesión del CEO -
Capítulo 7
Capítulo 7:
“¿Te urge mucho? ¡Eh!”.
“De hecho. Sí”.
“¡Qué poco te duró el amor!”, exclamó Gonzalo ofendido.
“¡¿Es en serio?! Me engañaste con Aida y ¿A mí me duró poco el amor? ¡Es sorprendente!”.
“Lo de Aida fue tu culpa. Si no me hubieras descuidado de esa forma, si te hubieras acordado de que tenías esposo, las cosas hubieran sido diferentes”.
“¡Pues perdón por darle prioridad a mi hija y no a tenerte satisfecho en la cama y con la comida caliente en la mesa! ¡Maldito egoísta!”.
Frida estaba perdiendo los estribos al igual que Gonzalo.
“¡A mí no me grites en público!”, exclamó Gonzalo tomándola del brazo con fuerza y acercándola a él. Sus dedos se encajaron cruelmente en su piel haciéndola liberar un quejido.
Antes de que Gonzalo pudiera decir cualquier amenaza, recibió un golpe directo en la nariz que le nubló la vista y lo hizo retroceder al mismo tiempo que su mano liberaba el brazo de Frida.
Chocó con la pared y sacudió la cabeza para poder volver a enfocar. Frente a él, Román avanzaba de forma retadora, su rostro gélido ahora era una mueca de odio.
“Vuelve a tocarla. ¡Vamos! ¡Intenta volver a ponerle un maldito dedo encima!”, exclamó furioso tomando a Gonzalo por el cuello de la camisa.
“¡Suéltame! ¡Esto es entre ella y yo!”, respondió Gonzalo queriendo recobrar la compostura, pero tenía miedo de ese hombre tan alto y con la mirada cargada de odio.
“La dejaste. La abandonaste. Ahora todo lo que tenga que ver con ella, tendrá que ver conmigo, ¿Entendiste?”.
Lo volvió a lanzar contra la pared, sacándole el aire.
“Si te vuelvo a ver cerca de ella, juro que te arrepentirás”.
“¿Con qué clase de cavernícola violento te estás metiendo, Frida?!”, exclamó Gonzalo esperando que ella lo defendiera, pero recibió otro golpe de Román.
“Lo que tengas que decirle a ella, tendrás que decírmelo primero a mí”
En un arranque de valentía, Gonzalo le tiró un golpe, acertando en la boca y logrando torcerle el rostro, pero sin hacerlo retroceder.
“¡No eres su dueño!”, exclamó lleno de rabia.
De pronto ambos hombres estaban intercambiando golpes y un par de enfermeros se acercaron para separarlos.
Gonzalo se retorció liberándose de su captor y abalanzándose de nuevo sobre Román que aún tenía los brazos sujetos.
Frida, temerosa de que tomara ventaja, se metió en la riña y aunque logró aventarlo, recibió un golpe en la mejilla que la hizo caer.
“¡Frida!”, exclamó Gonzalo horrorizado.
Román, iracundo por verla herida, se plantó frente a ella y empujó a Gonzalo en cuanto quiso acercarse. No estaba dispuesto a permitir que volviera a tocarla. Con delicadeza tomó a Frida entre sus brazos.
“Gonzalo, espero que hayas empezado el proceso de divorcio. Manda los documentos con mis abogados, no te costará dar con ellos”, dijo Román sin quitarle la mirada de encima a Frida.
“Pero si me entero de que aún no has comenzado, entonces lo haré yo, usaré a todos los abogados que tengo en la empresa si es necesario”.
“No quiero que te vuelvas a acercar a Frida, no quiero que vuelvas a acercarte a Emma… Ellas ya no te pertenecen”.
Tanto Frida como Gonzalo estaban sorprendidos de las palabras de Román. Este se alejó con ella en brazos y cuando creyó estar suficientemente lejos, depositó con gentileza a Frida en una de las sillas para revisar su pómulo que comenzaba a inflamarse.
“Con un poco de hielo estarás bien”, dijo con el rostro de Frida entre sus manos. No tuviste que meterte… Fue estúpido”.
“Gonzalo te iba a golpear y te estaban agarrando las manos”.
“Yo hubiera recibido el golpe sin problemas. Te pudo haber lastimado peor”.
“Se dice: Gracias”.
Frida tomó las manos de Román, retirándolas de su rostro.
“¿Quieres que te dé las gracias por recibir un golpe de tu esposo?”, preguntó divertido mientras se dejaba caer en el asiento de al lado.
“No te preocupes, sé que no debes estar acostumbrado a ser agradecido, pero yo te puedo enseñar”, dijo Frida torciendo los ojos con molestia.
“Román, gracias por protegerme de Gonzalo y enfrentarlo”.
Le dedicó una mirada tierna mientras limpiaba con cuidado el labio roto de su protector.
“Gracias por apoyarme”.
La mirada de Frida se clavó en los labios de Román y los delineó con las yemas de sus dedos.
El ambiente se volvió denso, ambos guardaban silencio mientras sus rostros se acercaban cada vez más y cuando estaban cerca de besarse, el doctor encargado de Emma los interrumpió, haciendo que Román de nuevo se pusiera de malas.
“La paciente está lista para ser trasladada”, comentó el doctor apenado.
El personal del hospital era agradable, la doctora Sofía fue cordial con Emma y realizó los estudios pertinentes.
Al ver la gravedad del tumor fue evidente su preocupación, pero también mostró exceso de confianza en la profesionalidad de los médicos.
Destinaron una de las habitaciones del pabellón infantil para Emma, era mucho más alegre y amplia que la del hospital anterior, además el enfermero que se encargaría de la niña tenía un humor bastante gracioso y servicial que le daba comodidad a Frida.
Al final, tuvo que dejar de nuevo a Emma, pero esta vez con más confianza. Besó la frente de su hija con cariño y frotaron sus narices. Esperarían la opinión del doctor Bennet y programarían la operación.
Ahora el nuevo miedo de Frida era que algo malo ocurriera durante el procedimiento.
Salió en silencio del hospital con Román a su lado, tomada de su brazo. Justo frente a la puerta, él se quitó su abrigo que colgaba de sus hombros y se lo colocó a Frida.
El tiempo había cambiado, el frío helaba los huesos y destapaba la caballerosidad.
“Necesito que prepares tus maletas. Mañana saldremos a primera hora hacia la casa de campo de mi abuelo”.
“¡¿Qué?! ¡¿Mañana?! ¡¿De qué hablas?!”, exclamó Frida sorprendida.
“Es el cumpleaños de mi abuelo. Siempre se festeja por una semana completa en esa casa. Nos reunimos toda la familia”.
No pudo evitar temblar y fruncir la cara con asco, como si dicha reunión le trajera recuerdos desagradables.
“¿Una semana completa?!”.
Frida volteó hacia el hospital. No quería abandonar a Emma durante ese tiempo.
“Estará bien. Es el mejor lugar. Tendrá un enfermero las veinticuatro horas y los médicos son los mejores. Créeme. Nada le pasará”.
Abrió la puerta del copiloto con molestia. Le estresaba la aprehensión de Frida hacia su hija, como si fuera un acto exagerado y carente de sentido.
“Pero…”.
Frida se acercó para entrar al auto, pero se detuvo frente a Román, buscando algo de piedad en su mirada.
“¿Se te olvida que tienes una responsabilidad hacia mí?”.
“Estoy cumpliendo con mi parte del trato. Hoy lo demostré. Lo mínimo que espero de ti es que cumplas con lo acordado, no te estoy pidiendo nada fuera de lo que me debes de dar”; dijo entre dientes, con esa mirada profunda traspasando el alma de Frida y congelando su corazón.
“Te escucho y me pregunto: ¿Qué harás cuando tengamos al hijo que quieres? ¿Qué harás cuando tenga miedo de la oscuridad o llore por haberse caído? ¿Le pedirás madurez? ¿Qué se arranque el corazón del pecho como al parecer tú lo has hecho?”.
“Quiso enfrentarlo, pero se sentía presa de esos ojos negros. Era como enfrentar a un rinoceronte con un matamoscas”.
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