Capítulo 41:

Frida aguantó la respiración en cuanto vio a los tres desnudos.

“Creí que tu fiesta había acabado, pero creo que me equivoqué…”, dijo Frida apretando los dientes.

Su corazón ardía, pero se obligaba a no liberar ni una sola lágrima.

“¡Frida!”, exclamó Román arrojando a la chica que estaba encima de él.

“¡Oye! ¡Tranquila! ¡Te puedes unir!”, dijo la que había logrado salir del baño y tomó de la muñeca a Frida”.

“Creo que el Señor Gibrand tiene suficiente energía para encargarse de las tres”.

“¡No toques a mi esposa!”, exclamó Román y cuando estaba a punto de alejar a la chica, Frida respondió con un golpe justo en la cara.

La mujer se tambaleó y cayó como tabla mientras la otra chica gritaba horrorizada.

“Eso le dejará un buen moretón”, dijo Frida con orgullo, pero aun así se sentía miserable. Apenas Román quería tomar su mano cuando ella retrocedió y lo señaló llena de odio.

“Ni siquiera te me acerques… ¡No me toques!”.

Frida quería decirle cuánto lo odiaba, maldecirlo, golpear su pecho e incluso patear su entrepierna, pero cerró los ojos y respiró profundamente.

Cuando abrió los ojos, un par de lágrimas cayeron por sus mejillas.

“¿Estás bien?”, preguntó en voz baja, con mucha dificultad.

“No es lo que tú piensas…”, respondió Román a la defensiva.

“No te pregunté eso… ¿Estás bien?”.

“Ahora lo estoy…”, agregó desconcertado.

“Bien, que bueno… iré con las niñas…”.

“Frida…”.

De nuevo Román quiso tomarla de la muñeca, pero ella se sacudió y retrocedió como un animal herido.

“Me alegra que estés bien, pero sé que esto es justo lo que parece y, digas lo que digas, no evitarás que me sienta humillada y estúpida…”.

Apretaba tanto los dientes que sentía que se le iban a romper.

Dio media vuelta y salió con la frente en alto y los ojos llorosos, pero la boca bien cerrada.

Román no solo había conseguido algo de ropa nueva y limpia, sino que amenazó a las chicas y se mostró de esa forma tan altiva y arrogante. Al parecer alguien las había alentado a seducirlo, pero no sabían su nombre. Eran tan jóvenes y estúpidas.

Llegó al hotel y buscó a Frida en la habitación, pero no la encontró. Cuando bajó a la alberca, tampoco estaban ni ella ni las niñas y sintió una punzada de incertidumbre. ¿Lo había abandonado?

“¿Señor Gibrand?”.

Se acercó Lorena temerosa en cuanto lo vio.

“¿Dónde está mi mujer y mis hijas?”, preguntó con el ceño fruncido y rechinando los dientes.

“La Señora Frida salió a la playa con las niñas… querían ver el mar”.

“¿Quién te dio permiso de que la llamaras así?”.

Román se acercó un par de pasos y Lorena entrecerró los ojos como sí temiera ser golpeada, aunque su jefe jamás lo había intentado.

“Ella me dijo que no la llamara ‘Señora Gibrand’”.

Cuando abrió los ojos, Román había desaparecido.

Román llegó hasta la playa y de inmediato reconoció las risas de Carina, quién perseguía las olas y después corría de ellas, a su lado, Emma recogía conchitas y se las mostraba a Frida que se veía hermosa con la luz del atardecer.

“¡Papito!”, exclamó Carina en cuanto lo vio a lo lejos y se echó a correr hacia él.

Emma le mostró las conchas que había recogido y Román sacudió su cabello con ternura, pero sus ojos seguían clavados en Frida que permanecía absorta en el mar.

“Niñas… sigan jugando, necesito hablar con su madre…”, pidió Román con gentileza.

“Sin acercarse mucho al mar”, agregó Frida al ver a las niñas brincado cerca de la orilla.

Román la tomó de la muñeca y su tacto le ardió. De inmediato se liberó de él

“Frida…”.

“A la próxima, déjame las llaves del auto… tuve que regresar a pie”, dijo Frida sin quitarle la mirada de encima a las niñas.

“Lamento que haya pasado eso… pero no fue mi culpa”.

“Lo sé… ¿Cómo podías resistirte a un par de jovencitas tan cariñosas?”.

“¡¿Dejarías de comportarte de esa forma?!”.

La tomó del brazo y la giró hacia él con molestia.

“Algo me hicieron, me sentía mal, adormilado. ¿Crees que quería irme con ese par?”.

“¿Te sentías mal? Yo te vi muy despierto”.

“Frida… tú sabes muy bien a lo que me refiero, ¿no intentaron hacerte lo mismo a ti?”.

“¿Hablaste con ellas en la mañana? ¿Quedaste de que se vieran en ese club?”, preguntó Frida con los ojos llenos de lágrimas.

“¡¿Qué?!”.

“¡¿Hablaste o no con ellas antes?!”, insistió con el corazón destrozado.

“Sí, pero…”.

“Ya déjalo…”.

Frida se soltó de su agarre y siguió caminando por la arena.

“Supongo que es a lo que me tengo que acostumbrar, por lo menos hasta que tengas en tu poder la empresa y me dejes libre”.

“¿Eso quieres? ¿Libertad?”, preguntó Román furioso por su necedad.

“¿Me la darás?”.

“No…”.

“Bien, entonces no queda más que decir. Solo… continuar como si no hubiera pasado nada”.

Román se quedó con las manos en la cintura, viendo con odio hacia el mar, preguntándose quién había sido el gracioso que le jugó esa mala broma, mientras Marco, desde el barandal de piedra que dividía la playa de la vialidad, observaba a la pareja.

“Ya te extrañaba, Román, y sé que tú a mí también”, dijo Marco satisfecho.

“Hermosa esposa, hermanito… veamos cuánto tiempo te aguanta”.

Esa noche, después de arropar a las niñas, Frida no quería quedarse en la misma habitación que Román. Toda la felicidad que habían juntado desde la boda se había esfumado. Aún recordaba a esa mujer encima de él y el pecho le ardía.

Mientras Román estaba tomando un baño, Frida tomó su camisón, dispuesta a dormir en la otra habitación, pero cuando volteó hacia la puerta, esta estaba cerrada y con Román recargado en ella como un guardián de mirada fría y torso descubierto.

“¿A dónde crees que vas?”.

“Dormiré con las niñas.”

Frida se sentía en un remolino de emociones. Ver a Román de esa forma la acaloraba. No sabía sí correr o lanzarse a sus brazos.

“Tu lugar es conmigo”.

“No quiero”, respondió Frida retadora, enardeciendo la sangre de Román.

“Eres mi mujer, mi esposa… y te vas a comportar como tal”.

Se acercó intimidante y con esa mirada feroz.

“Oblígame… a ver si puedes”, dijo sacando el pecho, pero la mirada de Román brilló en lujuria y se arrepintió de sus palabras.

“Encantado…”.

La tomó de la cintura y la arrojó sobre la cama para después deshacerse de la única toalla que lo cubría y apoderarse de su cuerpo, oprimiéndolo contra el colchón mientras sus manos buscaban la suavidad de su piel debajo de la ropa.

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