La divina obsesión del CEO -
Capítulo 32
Capítulo 32:
“¿Crees que Bastian es mi hijo?”.
“No… yo no dije eso…”.
“Bastian no es mi hijo… él…”.
De pronto la mirada de Román se ensombreció.
“Él es hijo de mi hermano”.
“Espera… ¿July es tu cuñada?”, preguntó Frida confundida.
“Yo pensé que…”.
“Crecimos los tres juntos… y ellos terminaron siendo pareja y teniendo a Bastian. Eso es todo…”.
“¿Qué ocurrió con tu hermano?”.
“Eso no te interesa”, respondió Román rechinando los dientes.
“¿Por qué haces eso? ¿Por qué cada vez que estás abriéndote conmigo de pronto te cierras y me dejas fuera?”, preguntó Frida indignada y herida.
“Me odias, mantienes tu distancia y ahora pides que me abra contigo”, dijo Román sonriendo con ironía.
“Primero decídete qué es lo que quieres y después me avisas”.
Frida torció los ojos y se dejó caer sobre la almohada.
“Bien, entonces déjame en paz…”.
Se volteó mostrando su silueta de manera tentadora. Román sintió que la sangre le ardía, pero por la lujuria. Posó su mano sobre las caderas de Frida y las apretó con firmeza.
“Hablando de hijos… quiero que me des otro…”.
Frida pegó un brinco en la cama llegando hasta el otro extremo del colchón con el corazón acelerado.
“¡¿Qué?! ¡¿Estás loco?!”, preguntó con las mejillas sonrojadas mientras Román se ponía de pie y se quitaba la toalla de la cintura, quedando completamente desnudo ante los ojos de Frida.
“Quiero un hijo más… y quiero que tú seas la madre…”.
“Román… no puedes jugar de esa forma. ¿No estás consciente de que un día nos vamos a separar? ¿Qué ocurrirá con los niños?”, preguntó Frida en el momento en que Román la tomó de los tobillos y la arrastró por la cama hacia él.
“¿Quién te dijo que un día nos vamos a separar?”, inquirió en su oído antes de morderlo con suavidad mientras sus manos se escurrían debajo del camisón y acariciaban con necesidad las curvas de Frida.
“El contrato… eso dice…”, dijo Frida entre jadeos mientras su cuerpo se retorcía.
“Tu libertad no depende del contrato, sino de mí”, contestó apoderándose de la boca de Frida, ahogando sus reclamos y arrancándole el aire de los pulmones.
“Me perteneces”.
Los puños de Frida golpeaban su fuerte pecho, pero al mismo tiempo sus piernas se enredaban en su cadera, deseándolo. Tomándola de las muñecas y sometiéndola bajo su cuerpo, Román devoró a Frida toda la noche sin darle descanso. Entre más obtenía de ella, más la deseaba.
No dejaba de pensarla ni de soñarla y su cuerpo lo torturaba e incitaba a pecar con solo esa mirada tan azul como el cielo.
La hora de la cena se acercaba y Román no aparecía. Frida no se sentía mal, tendría una buena excusa para faltar, pero las pequeñas estaban angustiadas, querían ir a la cena y querían convivir con el abuelo.
“¿Tardará mucho?”, preguntó Emma viendo por la ventana, buscando el auto de Román con la mirada.
“No lo sé, cariño… espero que no”, mintió, en realidad anhelaba ponerse el camisón y refugiarse debajo de las sábanas.
Bajó por las escaleras y se paseó como alma en pena por la casa. Los sirvientes habían desaparecido y sus pasos causaban eco. El despacho de Román estaba entreabierto y de pronto sintió que lo extrañaba.
Percibió el perfume de Román en cuanto entró, todo ahí la hacía recordarlo y verlo como un fantasma detrás de su escritorio o delante del librero. Sonrió sintiendo pena por ella misma. Ese maldito hombre se le estaba clavando en el corazón.
Frente a su escritorio se percató de algo que le llamó la atención. Era un contrato donde Gonzalo le cedía los derechos sobre la firma de abogados que manejaba. La estaba vendiendo y a cambio recibiría una compensación muy pobre. Era un trato injusto.
Frida no era afecta a las noticias, pero no pudo evitar buscar en su celular algo relacionado con la compra de la firma. Ahí encontró que el negocio se había ido a bancarrota después de tantos años de éxito. ¿Román tendría algo que ver?
“¿Señora?”, preguntó Lorena detrás de ella, sobresaltándola.
“Han llegado por usted y las niñas”.
Frida salió corriendo del despacho, temerosa de que Román la descubriera hurgando en sus cosas, pero al llegar al recibidor, vio a un hombre que no reconoció.
“Señora, mi nombre es James y me envió el Señor Gibrand por usted y las niñas”, dijo el hombre con elegancia y espalda recta.
Parecía inofensivo, pero la cicatriz que atravesaba su mejilla la hacía dudar. Durante el camino Frida intentó contactar a Román, entre más cerca estaba de su destino, más sufría. No quería enfrentarse ella sola a los Gibrand.
‘Vamos… vamos… contesta…’, pensaba mientras el tono de llamada sonaba contra su oído.
“¿Sí? Habla al teléfono del Señor Gibrand. En este momento está ocupado, ¿desea dejar su mensaje?”.
Frida se quedó congelada y colgó. La voz que la había atendido era de una mujer y sonaba a que era atractiva o por lo menos en su mente así la imaginó.
¿Qué hacía Román después de horas laborales aún en su oficina y con una mujer? El estómago se le retorció de pensar eso y su gesto fue tan desagradable que el chofer parecía preocupado.
“¿Está bien Señora Gibrand? ¿Necesita algo?”.
“No me llames Señora Gibrand, dime Frida a secas”.
“Lo hacía más por desprecio al apellido que por querer empatizar con el chofer”.
“Lo siento, no lo tengo permitido…”.
Frida torció la cara y tuvo que sostener su estómago durante el resto del camino, la noche sería larga y tortuosa.
Llegaron a un enorme restaurante, con cascadas artificiales y vegetación en las paredes. Letras doradas lo adornaban y parecía demasiado elegante para su gusto. Había sido apartado para toda la familia Gibrand, ningún comensal era ajeno.
En cuanto llegó, la primera en recibirla fue July, con una sonrisa maliciosa y una copa de vino.
“Frida… lo siento tanto”, dijo con lástima.
Dentro, cada individuo parecía furioso, la veían con más rabia de la normal.
“Mi abuelo quiere hablar contigo en privado”, dijo Martina acercándose a Frida y apretando los dientes.
“De todas las elecciones que ha hecho Román, tú eres la más desastrosa y riesgosa”.
“¿Ahora qué hice?”, preguntó resoplando.
No le sorprendió la agresión, pero sí la intensidad.
“¿Dónde está el abuelo, mamá?”, preguntó Carina escondiéndose detrás de las faldas de Frida.
“Benjamín está en las mesas del fondo. ¿Por qué no vas y me dejas a las niñas? Yo las cuidaré”, dijo July extendiendo la mano hacia Emma.
“Por cómo las cuidaste la última vez, preferiría que no”.
“No puedes llevarlas contigo”, dijo Martina frunciendo el ceño.
“Lo que te dirá mi abuelo no será nada agradable y las niñas no deberían de escucharlo”.
“James”, dijo Frida en voz baja y el chofer se acercó desconcertado.
“¿Puedes quedarte con las niñas en lo que hablo con el Señor Gibrand?”.
“Ah… Señora… yo no creo que eso sea pertinente”.
“Confío más en ti que en July, por favor…”.
“Apenas me conoce”, dijo el chofer aún más sorprendido.
“Imagínate cuánto desconfío de July para dejarlas contigo, un completo desconocido”, agregó Frida haciendo enojar a la mujer.
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