Capítulo 12:

Obediente, la pequeña siguió cada indicación hasta que por fin salieron del hospital y una vez fuera, Frida tomó camino hacia el aeropuerto. Tenían que salir de la ciudad antes de que la mañana comenzara y Román se diera cuenta de lo ocurrido.

“¿Señor?”.

El abogado entró al despacho de Román, temeroso, pues cuando su jefe estaba iracundo cualquier cosa podía hacer que atacara.

“Al parecer fueron vistas en el aeropuerto”.

Entregó los papeles y las fotos, así como el informe que indicaba el destino.

“Tráiganlas de regreso”, dijo Román entre dientes, viendo la foto de Frida con desprecio.

“Ah. ¿Por qué no hablamos con la policía de lo ocurrido?”, preguntó el abogado arriesgándose a una reprimenda.

“Porque no quiero que Frida cuente con abogado ni derechos. Primero tendrá que darme la cara y la haré pagar a mi modo cada centavo que me quitó”, respondió molesto y rompió por la mitad la fotografía de Frida.

“Tráiganla a como dé lugar. No me importa lo que tengan que hacer. Solo no toquen ala niña”.

Román ardía en coraje. Quería venganza, nadie lo humillaba ni lo engañaba de esa forma y salía vivo para contarlo, y Frida no sería la excepción.

“Sí, Señor”, respondió el abogado aterrado por la orden de su jefe y sintiendo lástima por Frida.

El viaje había sido ameno y corto. Atravesaron el aeropuerto y justo en la salida, Frida vio a un par de hombres vestidos de negro que parecían ansiosos.

Le dieron mala espina y decidió buscar otra puerta por la cual salir. Para su mala suerte también estaba ocupada por más hombres con la misma pinta. No dudaba que fueran enviados por Román.

Regresó sobre sus pasos y entró al estacionamiento, esperando que ahí no estuvieran también.

Se acercó a un chico que parecía cansado del viaje y antes de que abriera la puerta de su auto le ofreció una cuantiosa cantidad por sacarla de ahí, asegurando que no encontraba taxi y necesitaba llegar al hospital con su hija enferma.

Aunque el hombre no parecía del todo convencido, no creyó peligrosa a una mujer con su hija, así que salieron del aeropuerto en ese auto y dejaron atrás a los hombres que trabajaban para Román, llegando sanas y salvas al hospital.

Frida sabía lo complicado que sería mantenerse oculta, así que, llevando el expediente de Emma, pidió que la operaran lo más pronto posible.

Esa noche permanecieron escondidas en el hospital, Frida se quedó al lado de Emma, cuidando su sueño y la puerta, temiendo que Román entrara en cualquier momento y le exigiera el dinero.

“¿Señor?”.

De nuevo el abogado lo interrumpió, esta vez en su habitación.

“¿Ahora, qué?”, preguntó Román molesto. Por la hora deducía que sus hombres habían fallado.

“Se escapó del aeropuerto”.

“No me sorprende. No puedo creer que sea más inteligente que todos ustedes juntos”.

“Pero la encontraron…”.

“¿Dónde?”.

“En el hospital. Ingresó a la niña y la operarán mañana. ¿Qué quiere que hagamos?”.

Román se quedó en silencio, con la mirada perdida y recordando lo que decía la nota. Frida iba a luchar por Emma y lo estaba logrando.

“¿Señor?”.

“¿A qué hora?”

“A primera hora”.

Cubrió su rostro, debatiéndose entre abordar el hospital y sacar a Frida de ahí o dejar que las cosas pasaran. Recordó a esa pobre niña enferma y el corazón se le estrujó. Si algo había quedado de Frida en él, era la compasión y eso le enfermaba.

“¿Qué les digo a los chicos?”, insistió el abogado.

“Diles que envíen un arreglo de rosas blancas a la niña en cuanto salga de su operación y dejen una única rosa roja para Frida, quiero que esa rosa lleve un mensaje”.

“¿Algo más?”

“Denle una semana de ventaja, mientras se recupera la niña, y después los quiero ver siguiéndola como sabuesos, quiero que me la traigan pese a todo. En pedazos o completa, noqueada o consciente, pero la quiero aquí y la quiero viva”.

“Sí, Señor”.

Cuando el abogado estaba dispuesto a salir de la habitación, Román lo detuvo.

“Busca otra candidata, abre de nuevo la convocatoria y encuentra una mujer. Esta vez agrega a los requisitos una prueba de fertilidad”.

El abogado asintió y dejó solo a Román. Aunque deseaba encontrar a Frida y hacerla pagar, sentía lástima y compasión por su situación. Sería más fácil destruir a una mujer que no estuviera en desventaja, pues él no era alguien tan abusivo, o eso le gustaba pensar.

Emma salió del quirófano con buen pronóstico. Una vez en la habitación, Frida encontró un enorme arreglo de rosas blancas que llenaban el recinto con su olor, la tarjeta decía: ‘Con cariño para Emma’.

Le entregó la nota a su hija que parecía emocionada y sus ojos se llenaban de brillo cada vez que veía las hermosas flores. Así mismo, a un lado del magnífico arreglo, una rosa roja descansaba con una tarjeta más grande.

Frida la tomó con curiosidad y cuando la abrió, dejó caer la flor al piso por el horror: ‘Cuando te ponga las manos encima, te arrepentirás de haberte burlado de mí’.

No necesitaba la dedicatoria para saber que era Román.

Le causaba curiosidad saber por qué no se había presentado en el hospital, y deseaba salir corriendo, pero con Emma recién operada no podía arriesgarse.

Tendría que esperar a su lado y enfrentar las consecuencias, pero pasaron los días y ningún hombre, ni siquiera la policía, se acercó.

La semana que le había dado Román había terminado y Frida, gastando lo último que le quedaba de lo robado, consiguió rentar un departamento modesto y pintar su cabello, si antes era castaño, ahora era dorado y corto.

Se veía al espejo y no se reconocía, tenía fe en que nadie más lo haría.

Decidida a comenzar de cero y no solo eso, a pagar la deuda de Román, Frida comenzó a buscar trabajo en la ciudad más cercana, entrando y saliendo de negocios, rogando por lo que fuera.

Lo único que pudo conseguir fue ser ‘hostess’ de un restaurante que prometía recibir a la gente más elegante y adinerada de la ciudad. Su belleza y juventud le habían facilitado el puesto.

El trabajo no era complicado, solo tenía que sonreír y parecer encantadora mientras llevaba a la gente a su mesa.

Muchos clientes la veían con lujuria y los más ebrios se acercaban ofreciéndole riquezas que tal vez cubrirían la deuda que tenía con Román, pero si algo había aprendido era a no volver a aceptar nada de un hombre adinerado.

Después de unos días dominaba su trabajo y no solo eso, era amiga de Jake, el cocinero.

Parecía un buen tipo y la defendía de los abusivos.

“¿Dejarías de comerte la guarnición? ¿No se supone que ya terminó tu turno?”, dijo Jake levantando el plato y alejándolo de Frida.

“Lo siento, tengo un hambre terrible”, respondió chupándose los dedos.

“Además, cocinas delicioso”.

“¡Me muero por un pastel como los que haces!”.

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