Esposo infiel -
Capítulo 77
Capítulo 77:
Se nota a leguas que disfruta haciendo de esto, porque al menos en este momento, se nota que está feliz trazando líneas en su trabajo, aunque también nota mi mirada sobre él.
“¿Qué haces?”, pregunta.
Me encojo de hombros.
“Nada”, digo, bajando la mirada.
“¿Quieres preguntarme algo?”, me dice.
“¿Siempre quisiste ser arquitecto?”, carraspeo.
No sé si sea lo correcto, pero por alguna razón tengo dudas ahora mismo así que decido sacármelas todas.
Eso claramente lo deja confundido pues de seguro esperaba que le hiciera alguna pregunta sobre su infidelidad o algo relacionado al divorcio, por lo tanto, el querer saber sobre su vida personal lo ha desconcertado. Queda en blanco varios segundos, incluso suelta su lápiz sobre la mesa, observándome sin ocultar su sorpresa.
“¿Por qué quieres saber eso?”, me pregunta.
“Curiosidad. Te veo tan concentrado y tienes una sonrisa en el rostro. Nunca noté lo feliz que estabas en tu trabajo. Siempre pensé que lo habías escogido por tu padre”, afirmo.
“En parte sí, fue por él. Tenía esa presión sobre mis hombros de que la empresa quedaría para mí y hubiera sido un desastre de no saber nada del rubro”, se ríe, bajando un poco la mirada.
“Entiendo exactamente lo que dices”, suelto un suspiro.
“A papá jamás le importó que yo siguiera alguna otra cosa. Cuando llegó el tiempo de ir a la universidad ni siquiera preguntó si quería tomar otras opciones, él simplemente ya había apartado un lugar para mí en la misma universidad donde obtuvo su título. Incluso tenía un apartamento listo para que utilizara y hasta una institutriz ¿Puedes creerlo?”, explica.
Por el tono de su voz puedo sentir esa presión que tuvo para aceptar sin tener otra opción más que seguir el mismo camino de su padre.
“Lamento que haya sido tan duro”, le digo.
Rueda los ojos.
“Nosotros nos quejamos demasiado de las miles de oportunidades que tenemos, sin embargo, hay personas que matarían por tener lo que nuestros padres nos dan. Mi abuelo me lo dijo antes de morir y ceo que fueron sus palabras las que me hicieron aceptarlo todo sin rechistar”, dice, dejándome sorprendida de una forma bastante grata.
“¿Hubieras deseado ser otra cosa?”, suelto un suspiro.
Pensativo, observa por el ventanal de mi habitación el cual da directo hacia la playa, donde de cerca se puede ver el mar.
“Quizás ginecólogo”, rompo a reír junto con él y es que, hubiera sido demasiado irónico que fuera cierto, pero por su expresión sé que solo bromea.
La liviandad que siento al tener una risa con este hombre, con el que casi nunca compartí nada, me tiene algo sorprendida.
“No, me hubiera fascinado ser escritor”, corrige.
“¿Escritor?
“Sí. Mi abuela solía decía que escribía los poemas de amor más románticos que hubiera podido leer. Claro que era solo para hacerme sentir bien, pero me hizo creer en ese talento, aunque, jamás llegué a explotar el potencial en esa rama ¿Y tú? ¿Qué me dices de tu carrera?”, comenta.
“Una pregunta más y te respondo con gusto”, sacudo la cabeza.
“A ver, dispara”, dice.
“¿Te enamoraste alguna vez de la arquitectura?”, le pregunto.
No pierde contacto conmigo mientras piensa por solo unos segundos, pues de repente niega con su cabeza, dejándome terriblemente en shock. Siempre creí que esto era lo que él quería hacer, algo que había escogido, pero claramente su padre siempre decidió por él, incluso cuando no debía ni siquiera intervenir.
“La presión de mi padre, los medios, sus colegas, el ambiente en general, me hizo convertirme en el arquitecto que soy hoy, pero si hubiera tenido la posibilidad de escoger hacer lo que amaba en verdad, no hubiera nunca construido nada”, dice.
“Eso es nuevo. Pensé que lo amabas”, contesto.
“Supongo que cuando pasas tanto tiempo haciendo algo, pierdes el interés, incluso las ganas. Claro, siempre y cuando no sea lo que amas, como el ochenta por ciento de la población mundial que tiene trabajos para sobrevivir, más no para vivir”, se encoge de hombros.
Sus palabras me chocan abiertamente pues dejan entrever toda la historia que hay detrás de su elección de carrera, y sobre el hecho de que su padre lleva toda una vida tomando decisiones por su hijo. Creo que lo hace incluso desde antes de hacer, cuando apenas se enteró de que sería un varón.
“Es tu turno”, dice, sonriendo, apoyando los codos sobre la mesa prestando atención a las siguientes palabras que salgan de mi boca.
“Bueno, ¿Qué quieres saber?”, inquiero.
“¿Amas lo que haces?”, me pregunta.
“Lo amo desde que tengo uso de razón. Solía escabullirme al estudio de mi padre después de que mi madre me arropaba, pues sabía que se quedaba hasta tarde trabajando”, susurro, desatando una mirada extraña en él.
“Me fascinaba entrar ahí, ver los planos de una casa donde pronto viviría una familia me resulta demasiado interesante y para cuando fue el momento de escoger carrera, mis padres me dieron la libertad de escoger. Hubieran estado felices incluso si les hubiera dicho que quería vender hamburguesas en un puesto de comidas rápidas”, le digo.
“Estoy seguro de que a tu madre le habría agarrado un infarto si hubieras escogido ese camino”, niega con su cabeza, mientras una carcajada abandona su garganta.
“Puede que sí. Pero no se habría negado. Eso es lo bueno de ella, que puede no estar de acuerdo con mis decisiones, pero pocas veces me ha intentado obligar a tomar el camino que ella escogió”, concuerdo.
“¿Y por qué paisajista?”, pregunta.
“Papá no hace paisajes, y siempre buscaba a una arquitecta paisajista para que terminara sus bocetos, pero cuando comencé a dibujar y enseñarle mis ideas, terminó prefiriéndome a mí casi siempre. Decía que tenía buenas ideas, incluso implementó varias de ellas a sus diseños de aquellos tiempos”, frunzo los labios para no reír.
“¿Trabajas con tu padre a corta edad?”, me mira sorprendido.
Asiento.
“Era mi parte favorita del día. Solía terminar mis tareas en la escuela para ahorrarme tiempo y estudiaba para mis exámenes la noche anterior a la prueba, para no tener que sacrificar un día de taller con papá. En esos días, todo parecía más sencillo”, suelto un suspiro, observando el planto que tengo frente a mí.
Adam clava la mirada en mí. No es necesario qué lo analice demasiado porque puedo ver en su expresión que todo esto lo ha llevado a aquellos días cuando nos dijeron que casarnos era lo mejor. Y lo sé, porque yo estoy pensando justo lo mismo.
Nos quedamos en silencio por un par de minutos, mientras creo, analizamos la situación del pasado, hasta que él suspira de una forma larga y pesada, clavando la mirada en mí.
“¿Te obligaron a aceptar?”, pregunta.
“No, nadie me obligó. Yo… me enamoré de ti cuando nos dimos ese primer beso. Desde entonces, supe que no quería nada más que a ti y fue una bendición cuando te propusiste”, sacudo la cabeza.
Cierra los ojos, como si el recuerdo le doliera.
“Mi madre hizo una celebración conmigo. La noche en que perdí mi virginidad contigo, tuve que contarle para que me diera permiso de tomar la píldora y… tuve que tomarla a escondidas”, murmuro, llena de vergüenza.
“¿Por qué? Usé condón, eso recuerdo claro”, Adam frunce el ceño.
“Sí, lo sé, pero era nueva en esto del se%o y no quería tener un bebé, pero fue la primera pregunta que ella me hizo, si había alguna posibilidad de que quedara embarazada para que no tomara la píldora”, le digo.
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