Capítulo 68:

Dejé caer los hombros ligeramente con aire de derrota mientras sus palabras calaban en mí.

Las rosas, el restaurante…

Todo había sido tan solo una ilusión; a él no le apetecía celebrar aquella fecha junto a mí.

«No importa; no te preocupes», dije.

Marco suspiró, no estaba seguro de que yo no estuviera afectada.

Se arrodilló frente a mí y me miró a los ojos.

«Te juro que no pensé que esta fecha fuera tan importante para ti.

Nunca he prestado mucho interés a los días festivos, pero si hubiera sabido que tú lo hacías, seguramente habría pasado este día contigo», se excusó.

A pesar del frío, una oleada de calor fluyó a través de mi cuerpo cuando hizo ademán de disponerse a tomar algo, y abrí los ojos como platos cuando me enseñó un pequeño ramo de flores silvestres.

Sus tallos estaban ligeramente aplastados, pero los delicados pétalos permanecían, y las gotitas que los cubrían semejaban pequeños diamantes que lanzaban destellos en la noche.

«Es tarde, así que ya todas las tiendas están cerradas, pero hallé estas flores hace un rato», dijo suavizando la voz.

«Al verlas me acordé de ti, florecilla.

Te daré un regalo formal de Día de San Valentín más tarde, pero por ahora quisiera obsequiarte este sencillo ramo», comentó.

Me sonrojé al oír que me llamaba florecilla.

Al llegar allí quería que viera en mí la elegancia de una rosa, pero estas flores silvestres, coloridas y delicadas, eran mucho más hermosas que una rosa.

Prefería ser su florecilla a ser una rosa espléndida.

Acepté aquel ramo sintiéndome profundamente conmovida por aquel gesto.

«Me encanta este ramo.

Muchas gracias», susurré.

En aquel momento experimenté una extraña sensación que hizo que los vellos de mi nuca se erizaran; tenía la impresión de que alguien estaba observándome, lo que me hizo apartar la mirada de Marco.

Habría podido jurar que Ayana nos espiaba en medio de la lluvia y las sombras de la noche desde el otro lado de la calle, ardiendo de indignación y contemplando aquella escena con desprecio.

«Es hora de irnos a casa», señaló poniéndose de pie.

Me volví hacia él, dispuesta a acompañarlo a casa, pero cuando intenté levantarme sentí que las piernas me temblaban.

Había estado acurrucada y temblando de frío durante tanto tiempo que mis pies se habían entumecido por completo y me sentía mareada al intentar moverme.

Entonces caí en sus brazos; sus grandes manos me sostuvieron, impidiéndome caer al suelo.

Por un momento me sentí congelada en sus brazos; mi corazón galopaba en mi pecho y la cabeza me daba vueltas.

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