El destino de la huerfana -
Capítulo 68
Capítulo 68:
Después de semanas corriendo y escondiéndome, no puedo hacer nada en relación con esto en que me he metido. Fui una estúpida al pensar que era especial.
Ahora los siento muy cerca, y mientras trato de levantar la cabeza y los hombros de la tierra empapada, en un último intento desesperado por salvarme, la vista se me queda totalmente en blanco y pierdo el conocimiento.
Me duele mucho la cabeza, debido a la pesada carga de mi%rda que descansa sobre mi cráneo, Me siento la boca extraña y densa, como si me hubiera comido mis propios calcetines y, al intentar abrir los ojos lentamente, parpadeo ante la brillante luz blanca y penetrante, y me estremezco ante la irrupción y contorsiono el rostro.
Tengo el cuerpo pesado y debilitado, y trato de volver en mí y descifrar dónde estoy y qué me pasó. Siento que acabo de sobrevivir a un choque de trenes, y no estoy del todo segura de no estar muerta y en la sala de espera de ultratumba.
Estoy completamente desorientada, todo me da vueltas y apenas puedo moverme, como si de alguna manera hubiera perdido el uso de todo mi cuerpo, a excepción de los párpados. Siento un vacío en la superficie sobre la que estoy acostada, y no puede haber una sensación más surrealista al despertarme.
Mis ojos tardan un minuto en acostumbrarse al brillo de mi entorno y, al igual que cuando te alumbran la cara con una linterna, es doloroso al principio, hasta que todo comienza a normalizarse y mis ojos se centran en el techo del recinto.
Para ver con claridad y determinar lo que estoy mirando, mis ojos llorosos parpadean reiteradamente. Veo unos azulejos blancos y un ventilador gris de madera, en el centro, que gira despacio y me hace llegar un viento suave.
Los azulejos, grandes y mugrientos, atraen mi atención, y me concentro en ellos lo suficiente como para permitirme comprender la realidad de mi situación: ya no estoy tirada en el suelo del bosque, estoy en el interior de un inmueble.
Se me retuercen las tripas y todo en mi interior se trastorna al dar en ello. Lentamente, todo vuelve a cobrar sentido: el recuerdo de haber comido tierra y haberme desmayado; trato de sentarme rápidamente mientras el pánico vuelve a entrar en acción. Hago de tripas corazón para vencer ese ligero miedo que comienzo a sentir.
No puedo moverme. Tengo una opresión en el pecho y una rigidez en los brazos y las piernas que me provocan unos tirones dolorosos, al tratar de averiguar, por segunda vez, qué le pasa a mi cuerpo; me doy cuenta de que no soy yo…
Me han paralizado. No se trata de un extraño mal funcionamiento de mi cuerpo después de que me sedaran. Me las arreglo para inclinar la cabeza.
Continúo mareada, pero consigo arrastrar la pesada carga que llevo en la cabeza, de tal manera que puedo mirar hacia la parte inferior de mi cuerpo y lanzar un suspiro ante la escena que presencio: estoy acostada en una especie de cama de hospital, y tengo puesta una bata médica informal.
Estoy atada con correas de cuero en varios puntos del torso y las piernas, vendada, y mis tobillos y muñecas han sido aprisionados con una tela negra ancha, a las barras laterales de la cama.
Los guardias están de pie, para garantizar que no pueda escapar. Intento zafarme, pero no puedo moverme ni un ápice. Los centinelas son rigurosos, robustos e impenetrables, y yo estoy en mi forma humana.
Giro la cabeza hacia un lado y el mareo hace que todo se balancee. Veo una pared de ladrillo pintada de blanco y me vuelvo hacia el otro lado, y entonces veo una pequeña sala médica con ladrillos por todas partes, sin ventanas, y con una puerta blanca cerrada con solo un alto panel de vidrio cuadrado en la mitad superior.
Hay armarios, carritos de supermercados y mesas para preparar la comida, todo tipo de botiquines y suministros médicos, algunos afiches en las paredes que me recuerdan los consultorios médicos en Radstone y un gran número de paneles cerca de la puerta que parecen ser de punta.
Las baldosas vinílicas del suelo son de un extraño gris azulado y, a excepción de los carteles informativos sobre vendajes, predomina el color blanco. Es una habitación con mucha sobriedad, con mal olor a desinfectante, el habitual ruidillo de los enchufes eléctricos y el runruneo del ventilador sobre mi cabeza.
El ambiente casi llega a ser misteriosamente silencioso y desierto, pero sé que eso está lejos de la realidad. No hay nada demasiado fuera de tono en una habitación de enfermo capaz de provocarme un sobresalto adicional.
Lo que quiero decir es que, no es como una historia alienígena en la que me hayan secuestrado y en la que despierto con el cuerpo cortado a la mitad.
Siento náuseas y los latidos del corazón me llegan a los oídos. A esto se añade la ansiedad que me da al despertar y verme presa en un lugar extraño.
Obviamente, ahora estoy dentro del edificio, en algún lugar bajo tierra, sin posibilidad de salir de esta cama. Mis niveles de energía están por el suelo. No puedo levantarme, probablemente no pueda, aun cuando me quiten las correas; la intensidad de mi estupor, inducido por las drogas, aún no ha llegado a su clímax.
Mi primera tentativa por mutar es completamente inútil. Lo intento, a base de pura fuerza de voluntad y con la esperanza de eliminar los residuos de droga de mi sistema.
Empero, es como si mi capacidad se hubiera anulado. Incluso rompo mi propia promesa de nunca más vincularme a Colton.
Trato, desesperada, de hallar algún tipo de ayuda en este momento, pero es en vano. Sólo encuentro su voz tranquilizadora, su perenne capacidad de saber qué hacer y sus palabras de sosiego.
Tropiezo con una pared negra herméticamente cerrada, lo que significa que algo está bloqueando todos mis dones y habilidades y, en este momento, no estoy mejor que cualquier mortal común y corriente, que no posea ningún don.
Me pregunto qué diantres me han hecho para refrenar todo lo sobrenatural y, sin tiempo para reflexionar sobre eso, me llama la atención un pequeño zumbido encima de mi cabeza y detrás de mí línea de visión.
Me contorsiono, hasta que logro echar la cabeza hacia atrás, y flexionándola hasta donde puedo, consigo ver una cámara que posicionan en la esquina superior, sobre mi cabeza, y que está enfocada en mí. Supongo que mis movimientos alertaron a alguien de que estoy despierta.
Fulmino a la cámara con la mirada, y me visualizo haciendo lo que mi cuerpo no puede y rebelándome de alguna manera.
Me esfuerzo, más que nunca, para liberarme de estas correas, y me doy por vencida cuando una ola de fatiga me inunda y me deja sin aliento.
Es inútil. He perdido todas mis fuerzas y sigo estando lo suficientemente atolondrada como para que la escasa energía que aún tengo, vaya cuesta abajo rápidamente. Me sobresalto cuando la puerta del otro lado de la habitación emite un pitido estridente que repercute en mis oídos y hace clic, indicando que alguien está entrando.
“Veo que estás despierta, chica querida. He estado ardiendo en deseos de venir a presentarme ante una maravilla como tú”, el fuerte acento es extranjero, casi como el de la reina de Inglaterra, que escuché en la televisión, en el orfanato.
Hago una mueca al hombre que se dirige hacia mí y sonríe de manera extraña, como si estuviera mirando un regalo especial con el que alguien lo sorprendió. Por un momento, me sorprende su forma de hablar, casi caricaturesca.
Es un hombre entrado en años, con el cabello canoso y lanudo, usa anteojos y es calvo. Su barriga es redonda y corpulenta, lo que hace que su bata blanca de laboratorio le quede apretada y realce que tiene más de ancho que de alto.
Desde que lo veo, sé que no es un lobo.
En otras palabras, nunca veríamos un lobo en una forma física tan deplorable y, definitivamente, nosotros los lobos no nos quedamos calvos.
Un lobo puede tornarse gris con el paso del tiempo, pero no adquiere ninguno de los defectos del envejecimiento humano, como la obesidad o la flacidez, o la pérdida del cabello. Los lobos permanecen en la flor de la vida hasta pasados los ciento y tantos años, y a este individuo parece que le está costando trabajo llegar a los 60.
Lleva una camisa a rayas de color azul claro, lo que parece ser un par de tirantes verdes y, como si fuera poco, un corbatín a lunares de color rojo oscuro que solo sirve para destacar su excentricidad.
Me limito a mirarlo, deliberadamente, con unos ojos en los cuales resalta la desconfianza, y con el silencio por respuesta.
“Totalmente”, dice sin ton ni son, sin ninguna razón obvia mientras sus ojos recorren mi cuerpo, de arriba abajo, de la forma más inquietante.
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