El bebe del millonario
Capítulo 60

Capítulo 60:

Llevaron a Alba hasta su cuna y se quedaron un rato de pie a lado de la cuna abrazados. Piero arrastró la nariz por el cuello de Nerea y al final depositó un beso por debajo de su oreja. Sonrió satisfecho cuando ella tembló.

“Quédate aquí”, ordenó y fue hasta el baño a llenar la bañera.

Encendió algunas velas aromáticas y apagó las luces. Algunos minutos después, regresó a la habitación. Nerea seguía en el mismo lugar donde la había dejado. Sus curvas resaltaban con la tenue luz de la lámpara y su cuerpo ardió en deseo.

Se acercó a ella lo más silencioso que pudo y la sujetó por las caderas. Ella se reclinó contra su pecho y Piero soltó un rugido. ¿Acaso no tenía idea de lo que le hacía a su cuerpo?

Llevó una mano hasta su nuca para girarle el rostro hacia él. Tomó sus labios en un beso consumidor.

Sin alejarse le dio la vuelta, la levantó por las nalgas y la llevó hasta el baño. Cerró la puerta y la dejó en el suelo.

Con cuidado la desnudo tomándose su tiempo para acariciarla. Sus labios jugaron con sus senos durante un instante y después la instó a entrar a la bañera. Entonces fue su turno de desvestirse. Se tomó su tiempo al darse cuenta la manera en la que ella lo miraba. Le gustaba tener sus ojos sobre él.

Desnudo, se metió a la bañera detrás de ella.

Repartió besos a lo largo de su espalda mientras sus manos estaban sobre sus senos jugando con sus pezones. Los ruidos que ella dejaba escapar se volvían cada vez más fuertes.

Acomodó una de las manos entre sus piernas y empezó a acariciarla. Ella soltó un gemido e inclinó la cabeza hacia atrás. No se detuvo hasta que ella se corrió. Entonces Nerea se dio la vuelta y se acomodó a horcajadas sobre él. Lo abrazó por el cuello y llevó sus manos hasta sus cabellos.

“Te amo”, declaró ella y lo llevó a su interior.

Piero se aferró a sus caderas como el hombre necesitado que era. Apoyó la cabeza en su pecho e intentó tomarse su tiempo. Pero cuando ella empezó a moverse cualquier vestigio de cordura que hubiera recuperado en aquellos segundos, volvió a desaparecer.

Piero colocó una mano sobre el muslo de Nerea y le dio un apretón.

Ella dejó de sacudir la pierna y giró la cabeza para mirarlo,

“¿Y si me equivoqué? ¿Qué pasa si fue un error contactarlos?”, esas preguntas no habían dejado de rondar su cabeza.

Había convencido a Piero de que debían reunirse con los padres de Vittoria al menos una vez y ver si merecía la pena introducirlos en la vida de Alba.

Ellos no tenían por qué pagar por los errores de su hija.

“Como tú misma dijiste, los dos merecen ver a su nieta crecer si así lo desean. Además, parecían emocionados cuando los llamé hace unos días”.

Piero la tomó del rostro y se inclinó para rozar los labios con los suyos

“Relájate un poco”.

Un carraspeo los hizo alejarse. Nerea se dio la vuelta para ver de quien se trataba. Abrió los ojos con sorpresa al ver a la pareja que estaba de pie frente a ellos. Bastó una mirada a la mujer para saber de quien se trataba. Alba tenía alguno de sus rasgos.

Lorenza era una mujer de mediana estatura. Arrugas adornaban sus rostros, en mayor cantidad en la comisura de sus labios y en las esquinas de sus ojos.

Sandro era al menos unos diez centímetros más alto que su esposa, era la imagen que se le venía a la mente cuando pensaba en el abuelo que se encontraba en los cuentos infantiles, tenía un bigote que adornaba su rostro y una barriga pronunciada.

“Lamentamos interrumpir”, dijo la mujer con voz suave.

“Soy Lorenza Marino y este es mi esposo, Sandro. Somos los padres de Vittoria”.

Piero fue el primero en ponerse de pie y les tendió la mano mientras se presentaba. Nerea se recuperó del impacto inicial y lo imitó.

“Tomen asiento, por favor”, invitó él cuando las presentaciones acabaron. Luego llamó al camarero con la mano para pedir la carta.

Mientras miraban el menú, Nerea desvió su mirada constantemente hacia la pareja. Apenas logró concentrarse el tiempo suficiente para escoger algo de entre todas las opciones. Ni siquiera sabía que es lo que esperaba ver, pero de todas formas quería estar atenta a cada expresión y palabra.

“Nos alegra que aceptaran reunirse con nosotros”, comentó Piero en cuanto el mesero se marchó para traer sus pedidos.

“Somos nosotros los que estamos felices de que nos contactara”, respondió Lorenza con una sonrisa.

“No hemos visto a nuestra nieta desde hace mucho tiempo y comenzábamos a creer que quizás nunca lo haríamos”.

“¿Cuándo la vieron por última vez?”, preguntó sin poder contenerse.

¿Sabían que Vittoria había abandonado a su hija? De ser así, no iba a quedarse mucho tiempo allí.

Sacudió esos pensamientos tan pronto aparecieron.

Tenía que darles una oportunidad, en lugar de sacar sus propias conclusiones.

“Cuando tenía algunos días de nacida. Vittoria nos visitó para que la conociéramos, pero se negó a quedarse por mucho tiempo”.

Lorenza soltó un suspiro y su expresión decayó.

“Nuestra hija nunca fue alguien fácil de lidiar, creímos que eso cambiaría con el nacimiento de su hija, pero no podíamos estar más equivocados”.

No le pasó desapercibido la manera en la que Sandro acariciaba la mano de su esposa en muestra de consuelo.

“Ni siquiera sabíamos que estaba viviendo contigo hasta el día que llamaste”, dijo Sandro mirándolos.

Su voz era gruesa y profunda.

“Vittoria jamás nos mencionó quien era el padre de su hija. Las pocas veces que llamó, nos aseguró que ella y la bebé estaban bien.

“¿Nunca se molestaron en venir a comprobarlo?”

“Queríamos hacerlo, pero no teníamos idea de por dónde comenzar. Incluso durante su embarazo, ella jamás nos dijo donde se quedaba y a veces dejaba de comunicarse durante semanas si la presionábamos demasiado”.

Nerea apretó los puños. Al parecer Vittoria era una mierda de persona incluso con sus padres. Todavía se sentía como una tonta cada vez que recordaba lo mal que se había sentido por ella.

“¿Cómo está la bebé?”, preguntó Lorenza con una sonrisa.

“Alba, la llamé Alba”, informó Piero.

“Y está bien”.

“¿Ha crecido bastante? Era tan pequeña la única vez que la cargué, tan delicada. Jamás debí dejar que Vittoria se la llevara, debí detenerla”.

Los ojos de Lorenza ahora estaban empapados y lágrimas desfilaban por sus mejillas.

“Tenía mis dudas sobre mi hija, pero quería creer que cuidaría de su propia sangre. Al menos tuvo la decencia de entregártela”.

“Tranquila, cariño”, la consoló Sandro pasando un brazo sobre sus hombros y acercándola a él.

Piero y ella compartieron una mirada y acordaron en silencio que aquel no era el momento para contarles como Vittoria había abandonado a su hija.

La pareja se veía bastante frágil. Tendrían tiempo para contarles las cosas con más calma si es que llegaba a ser necesario.

Lorenza tardó algunos segundos en recomponerse.

El mesero apareció en algún momento y dejó sus platos sobre la mesa.

“Lo siento por eso”, se disculpó Lorenza limpiándose el rostro con una servilleta.

“Han sido tantas cosas”.

“Descuida”.

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