Destinada a ellos
Capítulo 6

Capítulo 6:

“Bien, ya te puedes marchar”, dijo Eli, mirando su reloj.

“Pero recuerda que debes llegar a tiempo en la mañana”, agregó al tiempo que me entregaba un juego de llaves y un código de seguridad escrito en una hoja de papel.

“Memoriza ese código, pues deberás utilizarlo para evitar que las alarmas suenen cuando ingreses por la entrada lateral, Y no se te ocurra dárselo a nadie”, dijo Eli, antes de darse la vuelta y marcharse.

Mientras presionaba el botón del ascensor me puse los zapatos. Esperando la llegada del mismo, miré con rabia su espalda mientras se alejaba.

´¡Magnífico!`, pensé con ironía, pues ahora mi madre y yo tendríamos que modificar nuestras rutinas para que yo pudiera cumplir con sus exigencias.

Seguramente a mi madre no le agradaría oír aquella noticia.

Al llegar a casa me detuve en el camino de entrada. Maya estaba esperándome en el porche delantero. Sonrió emocionada al verme llegar.

Su cabello oscuro colgaba suelto en rizos que caían sobre su espalda. Sus profundos hoyuelos y sus grandes ojos castaños le conferían un aspecto angelical.

Como siempre, me quedé sin aliento al ver que sus ojos se iluminaban al verme. Cuando me baje del automóvil se dirigió hacia mí brincando alegremente sobre las bolas de los pies.

“Tía, tía, la abuela y yo preparamos galletas. Tienen caras sonrientes”, anunció, tirando de mi mano.

La seguí hasta la casa. El olor de las galletas recién horneadas inundaba mi nariz mientras entraba en nuestra casa. Había crecido allí.

Las paredes estaban cubiertas de fotos de mi infancia y de Maya. Mi hermana y yo solíamos ser muy unidas porque éramos gemelas.

Era mi otra mitad, pero ahora éramos diametralmente opuestas y nos habíamos distanciado, lo cual me entristecía.

Echaba de menos su compañía.

Entrar en nuestra casa era como entrar en un santuario que albergaba nuestros recuerdos de tiempos más felices. Sin embargo, era mi hogar.

Mi madre siempre decía que puedes convertir cualquier casa en un hogar, y sin duda tenía razón. No concebía la idea de vivir en otro lugar.

De modo que cuando estuvimos a punto de ser despojadas de ese lugar, tras la muerte de mi padre mientras trabajaba, mi madre, mi hermana y yo trabajamos vigorosamente para asegurarnos de que no lo perdiéramos, pues mi padre no había contratado un seguro de vida.

Mi hermana y yo teníamos tres trabajos, mientras que mi madre trabajaba horas extra en el hospital para poder pagar todas las cuentas del hogar. Luchamos durante años, sin descuidar los estudios, pero logramos salir adelante.

Por desgracia, mi hermana erró el camino y quedó embarazada de Maya, dejándonos con una boca adicional que alimentar mientras nos esforzábamos por ayudarla a mantenerse sobria.

Mientras caminaba por el pasillo hacia la cocina encontré a mi madre ocupada en la preparación de la cena. Me senté en un taburete junto a la isla de la cocina y dejé mi bolso allí descuidadamente.

“¿Acaso tuviste un mal día?”, me preguntó mi madre. Pasé mis dedos por mi cabello y luego lo agarré,

“De hecho fue el peor día de mi vida”, repuse.

Dejó de hacer lo que estaba haciendo y se volvió hacia mí. Maya me dio una de sus galletas y mordí un trozo.

“Muy bien, Maya. Hiciste un gran trabajo”, la elogié al tiempo que metía el resto de la galleta en mi boca.

Era difícil de masticar y el centro no estaba completamente cocido, pero de todos modos me la comí, pues lo verdaderamente importante era que ella la había preparado. Me sonrió y le devolví la sonrisa.

“¿Lo dices en serio?”, me preguntó entusiasmada.

“Claro que sí. De hecho son las galletas más deliciosas del mundo”, la adulé, pellizcándole la nariz mientras ella salía corriendo feliz hacia la sala de estar, donde la pantalla del televisor estaba iluminada con su programa de caricaturas favorito.

“¿Qué pasó?”, me preguntó mi madre, mirándome a mi rostro.

Sus ojos azul claro me miraban intensamente. Una expresión de preocupación se pintó en su rostro envejecido.

Mi madre siempre había sido hermosa y no aparentaba su edad, pero el fallecimiento de mi padre y la angustiante situación que vivía mi hermana habían hecho que envejeciera rápidamente.

Su piel de porcelana había perdido su antigua lozanía, tornándose gris, y ahora numerosas arrugas surcaban su rostro.

“Nada. Simplemente me transfirieron a otro departamento y ahora estoy trabajando para los dos dueños de la empresa, que son insoportables”, expliqué.

“¿Quieres decir que te ascendieron?”, me preguntó entusiasmada.

No comprendía por qué me disgustaba eso, pero si hubiera tenido la oportunidad de conocerlos seguramente me entendería.

“A decir verdad no fue un ascenso. Más bien se trató de un castigo. Pero mis jornadas laborales son muy extensas. Necesitan que comience a trabajar a las siete de la mañana”, declaré. Resopló al enterarse de mi difícil situación.

“No te preocupes, nos las ingeniaremos. Por ahora no podemos darnos el lujo de que te despidan. Inscribiremos a Maya en el programa de actividades extracurriculares previas a las clases”, repuso.

Aunque ello suponía un gasto adicional, nos ofrecía la ventaja de que otras personas se ocuparían de llevarla al colegio, de manera que tendríamos más tiempo para otras actividades.

Sin embargo, aún debíamos recogerla después del colegio, lo cual suponía un inconveniente, pues mi mamá terminaba su trabajo una hora después de que ella terminaba sus lecciones, por lo que Maya generalmente se quedaba conmigo en el trabajo hasta mi hora de salida.

“¿Qué me dices sobre después de las clases de Maya?”

“¿Después?”“, preguntó al tiempo que me lanzaba una mirada. Asentí.

“Pero no estaré libre antes de las siete de la noche”, señalé con disgusto al tiempo que agarraba su cabello tratando de hallar alguna solución.

“Solo llévamela al consultorio. Ya se nos ocurrirá algo”, comentó.

“¿Has sabido algo de ella?”, me preguntó a continuación.

Negué con la cabeza. No había tenido noticias de mi hermana desde que había desertado del programa de rehabilitación, lo cual fue muy frustrante para mi madre y yo, ya que habíamos trabajado arduamente para conseguir el dinero necesario para ello.

“Me pregunto dónde estará”, murmuró.

Por el tono de su voz era evidente que le preocupaba mucho la suerte que hubiera corrido su hija. Ambas nos preocupábamos constantemente por ella, pero ya no había nada que pudiéramos hacer al respecto.

Aparté la mirada porque no quería ver cómo se desmoronaba. Si se echaba a llorar, yo también lo haría, lo que implicaba que ninguna de nosotras estaría en condiciones de ocuparse de Maya.

Sería sumamente inconveniente que empezara a formular preguntas que dejaríamos sin respuesta. No tenía por qué soportar las tensiones propias de la vida de un adulto, pues era solo una niña.

La siguiente semana transcurrió para mí en un suspiro, tratando de ajustarme al nuevo horario que mi madre y yo habíamos acordado.

Debí ocuparme de muchas cosas, aunque no requirieron mis servicios fuera del horario de oficina. Temía que lo hicieran, pues era consciente de que ello entrañaría serias dificultades de organización del tiempo para mí.

Al entrar en la oficina, preparé los teléfonos y encendí el aire acondicionado, dispuesta a iniciar mi jornada laboral.

Permanecieron en sus oficinas la mayor parte del tiempo y solo los vi cuando me pedían que archivara o imprimiera algo o me asignaban alguna tarea fastidiosa.

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