Después de la tormenta -
Capítulo 34
Capítulo 34:
¿Dónde está Cristhian?
De repente, Miranda aparece ante mí y me golpea en la cabeza con un palo, haciéndome caer. Mientras intento enfocar mi vista, me percato de que me ha encerrado. Golpeo la puerta pidiendo que me deje salir, pero ella ríe y me amenaza, diciendo que si no la hubiera matado, iba a matar a todos los que amo.
Pregunto por Cristhian y ella, con una sonrisa espeluznante, me dice que ha esperado a que llegara para que vea cómo acaba con él.
Desesperada, llamo a Alexander y le revelo que Miranda está aquí y que tiene a Cristhian.
La luz de una oficina se enciende y veo a Cristhian en el suelo, su camisa blanca teñida de rojo. Él me escucha y trata de levantarse, pero Miranda lo patea.
Grito pidiendo que lo deje, mientras ella me muestra el cuchillo ensangrentado y ríe perversamente.
En un acto de desesperación, intento romper la pared de vidrio con una silla, pero es inútil.
A pesar de eso, logro hacer un pequeño orificio.
No voy a permitir que le haga daño a Cristhian, él no puede morir, tiene que ser feliz, tal y como me dijo que quería serlo.
Miranda arrastra a Cristhian y lo toma por su cabello, obligándolo a mirarme. Grito enloquecida, pidiendo que lo suelte, pero ella hunde el cuchillo en sus bíceps y continúa apuñalándolo mientras yo golpeo la pared, fuera de mí, hasta que mis fuerzas se agotan. Mis acciones desesperadas son solo el reflejo de mi único deseo: salvarlo.
Levantarlo de aquel piso helado y cargarlo con mis propias manos para sacarlo de este lugar y alejarlo de ella es mi único deseo.
Mis manos, sin importar el dolor, desgarran los trozos de cristal templado que se clavan en mi piel mientras hago el orificio más grande.
Miranda ha cesado su ataque y solo se dedica a observarme y reírse a carcajadas.
Finalmente, logro hacer un agujero lo suficientemente grande, ignorando las amenazas de Miranda y el sonido de las sirenas de policía que llegan en la distancia. Nada de eso importa ahora. Solo quiero llegar a Cristhian y ayudarlo.
Él no va a morir.
No puede morir.
Miranda se desvanece en la oscuridad del edificio mientras yo, con un esfuerzo sobrehumano, logro salir por el agujero que he creado.
A pesar de que los vidrios cortan mi piel y la sangre fluye, el dolor físico no se compara con el tormento de ver a Cristhian ahogándose en su propia sangre.
Con un rugido de furia y desesperación, me libero del vidrio y me arrastro hacia él, tomándolo entre mis brazos.
“¡Cristhian, por favor, no te mueras!”, le suplico entre lágrimas.
“¡Por favor, resiste!”
Sus ojos, llenos de tristeza, se encuentran con los míos y una lágrima escapa de ellos mientras acaricia mi rostro con ternura.
“Anna…”, susurra con su último aliento antes de que sus ojos se cierren y su corazón deje de latir.
El mundo se detiene en ese instante.
“¡No, no, no!”, grito, negándome a aceptar la realidad mientras lo acuno entre mis brazos. El llanto y el dolor me consumen por completo.
Me pregunto por qué él, por qué Cristhian, que merecía la felicidad más que nadie, que debía encontrar a alguien que lo amara como se lo merecía.
“¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?”
Me aferro a él con una fuerza desgarradora, y ni siquiera Alexander, que ha llegado finalmente, puede separarme de Cristhian.
No quiero que nadie lo toque, que nadie me aleje de él. Solo deseo estar en paz, desahogar este inmenso sufrimiento que me invade, sosteniendo en mis brazos al hombre que tuvo la desgracia de amarme y que murió por mi culpa.
Al hombre que, sin importarle nada, me entregó su voluntad y su vida, convirtiéndose en el superhéroe que me amó y que estuvo dispuesto a sacrificarse por mí.
ALEXANDER THOMPSON
Las últimas paladas de arena caen sobre el ataúd de madera. Trato de mantenerme fuerte y no llorar, pero es imposible.
El dolor me consume, me embarga y me destruye.
Era mi hermano, el que me acompañó en todo, el que me amó y al que solo le traje desgracia cuando decidí meter a Miranda en nuestras vidas.
Yo soy el culpable de todo, por no haber visto la maldad en ella y haber permitido que lastimara a las personas que me importan y amo.
Mis padres y Anna se lamentan y no dejan de llorar, desconsolados, por él. Anna…
¡Por Dios!
¿Por qué ha tenido que sufrir tanto?
Todo lo que sufrió y ahora esto. Ver morir a Cristhian frente a ella. Durante estos tres días, no ha comido, no duerme y no habla.
Solo llora sin parar hasta que las lágrimas se le acaban y comienza a echar rabia, a gritar y a tirar todo lo que encuentra en su camino.
Miranda nos ha golpeado duro, nos ha destruido completamente, y Anna es la que luce más destruida.
El ataúd queda completamente cubierto por una capa de tierra. Anna deja caer una rosa blanca sobre la arena húmeda y se da la vuelta, con su actitud distante, fría y furiosa. Evade a todos, no quiere hablar con nadie, ni siquiera conmigo.
“¡Anna! ¡Anna!”, le grito, siguiéndola y tratando de detenerla, porque no quiero que esté sola. Sin embargo, me ignora, se mete a su coche y se va.
“¡Anna!”, grito una última vez, esperando que su automóvil se detenga y regrese, pero no es en vano. No se detiene, se marcha y se pierde en el camino rodeado de sauces que lleva hacia la salida del enorme cementerio.
Abro la puerta del departamento, tratando de hacer el menor ruido posible. Todo está a oscuras y silencioso, como si no hubiese nadie, pero yo sé que ella está aquí. Avanzo por el pasillo y me detengo frente a la puerta de la habitación.
Tomo aire y llevo mi mano hasta el pomo, lo giro y abro la puerta.
Está sentada en la orilla de la cama, de espaldas a mí, viendo por el enorme ventanal.
Está completamente ida, tiene el cabello suelto y revuelto y lleva la misma ropa que traía por la mañana en el cementerio.
Parece un fantasma, pálida, rígida y con la mirada perdida.
Me acerco con cautela, tratando de no asustarla o alterarla.
Me siento a su lado en la cama y susurro su nombre:
“Anna…”.
Ni siquiera voltea a verme.
“Anna…”, repito, y la veo cerrar sus ojos y tomar aire.
Me atrevo a llevar mi mano hasta su cabello y acariciarlo con suavidad.
“¿Qué haces aquí?”, pregunta con voz llana cuando abre sus ojos.
“Anna, mi amor, no puedes estar sola”, musito con ternura.
“Tienes que dormir y tratar de comer, o si no, te vas a enfermar”.
Cierra los ojos una vez más y una lágrima se derrama por su mejilla.
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