Capítulo 11:

“Si tú estás bien, yo lo estoy”, deposita un beso en mi frente y me sonríe, acariciando mi mejilla.

“No te olvides que estamos juntos en esto y yo te protejo.

Los abogados entran finalmente, y nos piden que los sigamos dentro del gran salón donde se llevará a cabo la audiencia.

Nos sentamos en el lugar que nos corresponde y minutos después entra Miranda, custodiada por dos policías y vestida con el horrible traje, color naranja, que usan los reos.

Inmediatamente, Alexander toma mi mano y la sostiene con fuerza. La rubia lleva su vista a hacia nosotros y nos mira con furia.

La observo y, durante unos segundos, nuestras miradas se conectan.

No es nada de lo que era antes.

La hermosa y despampanante rubia, de cabellos que brillaban como el oro, lleva la melena amarrada en una coleta, un parche que cubre el ojo que le dañe y un guante ocultando la mano destruida por el disparo.

Se sienta en su silla, sin que le quiten las esposas que atan sus manos al frente, y nos escanea a cada uno, con miradas llenas de odio, que, si pudieran matarnos, caeríamos fulminados ahí mismo.

El juez entra y todos nos levantamos. Nos pide que tomemos asiento y, segundos después, da por iniciada la audiencia.

El tiempo pasa volando.

Primero es llamada Miranda y, tal y como dijeron los abogados, se declara inocente y nos acusa a nosotros de haberla secuestrado y torturado.

Luego llega el turno de nosotros. Primero interrogan a Alexander, luego a Cristhian y por último a mí.

Me siento nerviosa, no por ser interrogada, si no, por el dolor en mi v!entre, que ha comenzado a intensificarse.

‘¡Dios, tengo que calmarme!’

El estrés no me hace bien y es el que provoca todo esto.

‘¡Cálmate, Anna! ¡Tienes que calmarte!’, me digo a mí misma.

El abogado, que defiende a Miranda, comienza su interrogatorio. Respondo a cada una de sus preguntas, que parecen más un acoso que otra cosa.

A todas mis respuestas, me replica con algo que me haga dudar o contradecirme, pero no le doy el gusto.

Porque, ante todo, sé que ella se lo merecía.

Sé que no actuamos por maldad, tal y como ella lo hizo. El interrogatorio va bien… Si no fuera por el dolor.

¿Por qué me duele tanto?

Intento responder las últimas preguntas que me realizan, pero no lo soporto más.

Desesperada me levanto del asiento y me llevo la mano al v!entre, frunciendo el rostro en un gesto de dolor.

Me doblo, para contener la contracción, apoyándome en el estrado, y tomando aire con fuerza.

Escucho la voz de Alexander pronunciando mi nombre con angustia y el sonido de sillas siendo empujadas con violencia.

“Señorita, ¿Se encuentra bien?”, me pregunta el alguacil de la corte, acercándose a mí y sujetándome por la cintura.

“¿Es su bebé? ¿Tiene algún dolor?”.

Volteo a verlo asustada. No puedo creer que lo haya dicho, delante de ella. No puedo creer que ella ya lo sepa.

“Anna, ¿Qué ocurre?”, Alexander se encuentra detrás del alguacil, tratando de apartarlo de su camino y acercarse a mí.

Me ve con angustia, con miedo y preocupación.

“Me duele”, farfullo.

Y ya no lo soporto más.

Llevo mi mirada hasta ella, que nos ve desconcertada, terminando de procesar lo que acaba de escuchar.

Otra contracción, mucho más fuerte, me hace trastabillar.

Un caos se arma en el lugar. Alexander insulta y amenaza a todos con apartarse y dejarnos salir de aquel sitio inmediatamente.

El dolor me nubla la razón y lo último que veo es a Miranda, llevando sus ojos hasta mi v!entre, que ha quedado al descubierto, y esbozando una sonrisa sardónica, cargada de todo su odio y maldad.

POV ALEXANDER THOMPSON

“¡Me importa una m!erda!”, le rujo furioso.

Anna no va a regresar a esa corte y hoy mismo se irá de este país.

2Alexander, no pueden hacer eso”, me replica Albert, mi abogado.

“Eso sería un desacato a la ley. Anna es la principal implicada en el caso, su deber es estar ahí”.

“¿Deber?”, mascullo, casi gruñendo.

“¿Crees que me importa una m!erda el deber, cuando mi esposa y mi hijo corren peligro en esta ciudad?”.

Trato de bajar los decibeles de mi voz. Estamos en el hospital y las enfermeras y otras personas, que se encuentran en la sala de espera, nos observan contrariados.

“Miranda se la tiene jurada a Anna”, musitó.

“Y ahora que ya se ha enterado de que estamos esperando un hijo, ¿Tú piensas que no hará lo posible por hacerle daño?”.

Miro hacia los lados y bajo un poco más la voz.

“Les he pagado mucho dinero para que encuentren a Miller, y ninguno ha dado con su paradero. Todos son unos ineptos. Y, a ti, te pago muy bien para que busques soluciones, no para que me vengas a dar cátedras sobre el deber”.

“Alexander…”, murmura, tratando de replicarme, pero en un último mandato, lo sentencio.

“Ya lo dije y no te lo voy a repetir una vez más, así que no insistas con la misma m!erda. Mira que haces al respecto, si quieres seguir ganándote los millones que te desembolso”.

No lo dejo responder. Me giro, casi exhalando humo por la nariz, y camino hacia la habitación en la que se encuentra Anna.

Me paro frente a la puerta, inhalo aire y luego lo suelto de a poco, hasta calmar mi mal genio.

Entro con sigilo, pues aún no se ha despertado y quiero que descanse.

Han pasado alrededor de unas cinco horas, desde que salimos de emergencia de la corte y la trasladamos a este hospital.

Le han realizado un chequeo y le han inyectado un sedante y solo así pudieron tranquilizar sus nervios.

“¿Cómo va todo?”, susurro, parándome a un costado de la cama y observándola mientras duerme.

“Todo igual, no se ha despertado aún”, responde Cristhian con voz pagada.

Se ha despojado del saco y la corbata, y está sentado, con una pierna cruzada encima de la otra, en el enorme sillón que decora la habitación.

Lo imito, quitándome el saco y aflojándome la corbata. La escucho que se queja en sueños y le chito con dulzura, acariciando su frente.

“¿Qué te dijo Albert?”, inquiere, acomodándose en el sillón.

“Dice que Anna no se puede ir y que, sí o sí, tiene que estar en la p%ta audiencia”, le respondo.

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