Amor verdadero
Capítulo 2

Capítulo 2:

Salí de la agencia con prisa, tenía que llegar a casa y preparar la cena para cuando José llegara del trabajo.

Cuando trabajaba hasta tarde solía llegar hambriento.

Recordé que cerca de la agencia había una panadería, a él le encantaba el pan de dulce con chocolate caliente y a mí me encantaba consentirlo.

Me extrañó ver el auto de mi esposo estacionado afuera de la panadería, pero corrí para darle la sorpresa de que estaba ahí, pensando que habíamos tenido la misma idea de comprar pan para la cena.

Mi mundo se vino abajo en tres segundos. Ahí estaba él, escogiendo pan en compañía de otra mujer, se los veía felices y muy enamorados, un beso en los labios me confirmó que estaban juntos.

Yo estaba ahí en la entrada de la panadería, paralizada, sin dar crédito a lo que veían mis ojos. Mi corazón se negaba a entender lo que estaba pasando.

La mujer se volteó y pude ver lo que terminó por destrozarme, su v!entre de al menos siete meses de embarazo y a mi esposo acariciándolo.

“No puedo esperar a que nazca mi bebé”, pude escuchar antes de caer en la cuenta de que estaba estorbando el paso a los clientes.

Salí de ahí, no tenía nada que hacer, mi mundo, mi vida, mi corazón, estaban hechos añicos y ni siquiera tuve el valor de enfrentarlos.

Colgué el teléfono y me recliné un momento en la silla, necesitaba un respiro antes de llegar a casa, no sabía en qué momento mi matrimonio se había vuelto un suplicio.

Karina había cambiado tanto en los últimos años, que ya comenzaba a cuestionarme ¿Dónde había quedado la mujer con la que me casé?

Tras veinticinco años de matrimonio y con dos hijos adultos estudiando en el extranjero, pensé que tendríamos algo de paz. Sin embargo, todo pareció empeorar cuando ellos se fueron.

Mi pequeña empresa había crecido de forma considerable en los últimos años, eso absorbía casi todo mi tiempo.

Desde que nacieron nuestros hijos, mi esposa comenzó a exigirme más, yo no era rico cuando nos casamos, pero tenía lo suficiente para invertir en un pequeño negocio que me daría lo suficiente para darle a mi familia lo necesario y, si todo iba bien, hasta darnos algunos lujos que todo hombre desea para los que ama.

No me consideraba un hombre débil, pero sí un hombre enamorado, de modo que consentir todos los caprichos de mi esposa se convirtió, sin darme cuenta, en una obligación.

Una casa más grande, un auto nuevo cada tres años, los destinos turísticos más caros para vacacionar dos veces al año, entre tantos otros.

Para poder cumplir con todo eso yo tuve que redoblar mis esfuerzos, trabajar de catorce a dieciséis horas diarias y con ello perderme los momentos de la vida que realmente importaban.

Me perdí festivales escolares, incluso hubo ocasiones en los que mi familia vacacionó sin mí, porque yo tenía que trabajar para que ellos pudieran disfrutar de esa vida que mi esposa exigía.

Y no, no me dolía darles todo, para eso trabajaba y me esforzaba, para hacerlos felices. Pero no sé en qué momento dejé de ser esposo y padre, para convertirme en un simple proveedor.

Me tomé un analgésico para controlar el dolor de cabeza, vi el reloj y todavía era temprano pero no podía ni quería seguir trabajando, necesitaba despejarme.

Por indicaciones médicas tenía que hacer ejercicio, con mi estilo de vida tan estresante eso era algo un tanto complicado, así que había optado por dejar de usar el automóvil e ir a la oficina caminando y regresar de la misma manera.

A pesar de todo yo seguía amando a mi esposa, tenía la firme certeza de que ahora que nos habíamos quedado solos, podíamos revivir ese amor y esa pasión que nos unió alguna vez.

Decidí darle una sorpresa. Camino a casa le compré un ramo de sus flores favoritas y reservé una mesa en el restaurante donde le pedí que fuera mi esposa.

Comencé a caminar de prisa, quería llegar cuanto antes.

También quería decirle que había contratado un gerente para delegar responsabilidades y tener más tiempo libre para nosotros.

Con nuestros hijos lejos, ahora ya solo nos teníamos el uno al otro y todavía éramos jóvenes, ella era una mujer que a sus cuarenta años seguía conservando su figura esbelta y yo la seguía deseando como el primer día.

Caminando por la calle con un ramo de flores en la mano y distraído en mis pensamientos, choqué con una mujer sin darme cuenta.

“¡Lo siento!”, me disculpé porque pensé que había sido mi culpa.

Ella no me contestó, nuestras miradas se cruzaron por solo un segundo, sus ojos castaños estaban llenos de agua y me di cuenta de ella iba tan distraída como yo.

Por un instante pensé en preguntarle si se encontraba bien, pero no me atreví a hacerlo; era obvio que estaba pasando por un mal momento y yo era un desconocido. Así que seguí mi camino.

Me olvidé por completo de la desconocida, aunque no pude dejar de observar que era una mujer hermosa, de no más de treinta y cinco años, tal vez menos. Sin embargo, Karina, mi mujer, volvió a ocupar todos mis pensamientos.

Me extrañó ver el auto de Roberto, mi mejor amigo, estacionado frente a mi casa. Él no solía visitarnos muy a menudo, vivía del otro lado de la ciudad y solo venía a casa en ocasiones especiales.

Supuse que quizá se traba de Emilia, su esposa, ella y Karina eran muy amigas y solían frecuentarse más que nosotros.

Entré en la casa y me extrañó no ver a nadie en la sala, pensé que era probable que hubieran salido, aunque el auto de Karina y el mío estaban en su lugar.

Un extraño ruido que provenía de la parte superior de la casa llamó mi atención, así que subí pensando que las amigas estaban en la habitación.

La puerta estaba parcialmente abierta, mi corazón acelerado porque los ruidos hacían cada vez más evidente lo que estaba pasando adentro. Empujé la puerta sin hacer ruido y la escena que presencié, me dio asco.

Esa doble traición era algo que nunca en mi vida pensé llegar a experimentar.

Ahí estaba Roberto, “mi mejor amigo”, cogiendo con mi esposa en mi propia cama. Ella, inclinada en cuatro extremidades con el trasero erguido recibiendo fuertes embestidas de su amante.

Sus g$midos comenzaron a subir de intensidad al ritmo del golpeteo de las bolas de Roberto con las nalgas de mi mujer.

Dejé caer el ramo de flores al piso.

“Lamento interrumpirlos, solo voy a entrar por una maleta”, dije y se separaron de inmediato.

“Adrián yo…”.

El rostro enrojecido de Karina por la excitación y por la vergüenza del momento se quedó grabado en mi mente.

“No digas nada, no me interesa escucharte”, dije con la mayor tranquilidad posible, caminé hasta el closet, tomé una maleta y la llené con algunas de mis cosas.

Estoy seguro de que Roberto hablaba mientras se vestía deprisa, sin embargo, no escuché nada de lo que decía.

El analgésico que había tomado minutos antes no había servido de nada. La cabeza estaba punto de estallarme.

Vagamente escuché el llanto de Karina, tuve que obligarla a soltarme cuando intentó detenerme, pues tuvo la desvergüenza de pedirme perdón, de llorar y suplicar para que no me fuera e, incluso, de jurarme que me amaba.

Subí la maleta al asiento trasero de la lujosa camioneta que le había comprado para su cumpleaños y que todavía mi empresa estaba pagando con un crédito.

Era más que suficiente dejarle mi modesto sedan.

“Puedes quedarte con la casa”, dije antes de subir y hundir el pie en el acelerador.

Todavía por el retrovisor pude ver la desfachatez con la que salió a la calle, desnuda, solo envuelta con una sábana mientras su amante subía a su auto y se alejaba con rapidez, dejándola sola.

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