Capítulo 4:

Victoria sintió su cuerpo estremecer cuando se cruzaron por unos segundos sus miradas.

“Perdón que interrumpa, pero este imbécil no quería venir”

Lo tomó de los hombros y lo sentó en una de las sillas.

Luego se paró detrás de él apoyándole sus manos en los hombros y cada vez que el joven trataba de pararse, el señor perfecto, lo obligaba a sentarse.

“Tu no vas air a ninguna parte, aunque tenga que venir a todas las reuniones y quedarme contigo”

No dejaba de repetirle.

El chico se veía descarrilado y sin mucho interés de encaminarse nuevamente en la vida.

Pero el señor perfecto estaba empecinado en lograrlo aunque tuviera que obligarlo.

Victoria había quedado fascinada con él, no dejaba de mirarlo, pero él parecía no haber notado siquiera su presencia.

Aunque de vez en cuando levantara la vista y la mirara, pero con una mirada por demás inexpresiva, aun así hacia que ella se estremeciera y su corazón se agitara cada vez que se encontraba con sus ojos.

El chico sometido, se había dado cuenta de la situación y la miraba con una sonrisa cómplice.

Al notarlo ella se ruborizó de pies a cabeza.

El estalló en una carcajada.

“¿Quieres compartir con el grupo lo que te causa gracia?”

Interrogó Pablo.

El joven volvió a reír.

“Vamos no nos dejes con la duda”

Victoria le negó con la cabeza suplicándole silencio, eso divirtió más al joven.

“Ya, no seas idiota y diles a todos de que te ríes”

Ordenó el señor perfecto.

“De ella”

Y señaló a Victoria con el dedo.

“Cue cada vez que tú la miras se pone colorada como un tomate”.

Entonces, señor perfecto, levantó la mirada y la clavó en los ojos de la joven.

“Y eso, ¿Por qué sería?”

“Puede ser por dos cosas”

“A ver ilumínanos”

Interrumpió Pablo.

“O la intimidas, como lo haces con todos o le gustas”

Sonrió maliciosamente.

“Yo creo que es más lo segundo que lo primero”

Esta vez era el señor perfecto quien se sonrojaba.

“No me jodas, Franco, a ti te gusta”

“No digas estupideces”

“Aquí no se dicen nombres”

Rezongó Pablo.

Victoria estaba muerta de la vergüenza.

Lo único que atinó a hacer fue ponerse de pie y dirigirse a toda prisa hacia la puerta. Cuando estaba en la vereda sintió que una mano le tomaba el brazo obligándola a detenerse.

“Discúlpalo, es un imbécil”

Al voltearse se percató que era el mismísimo señor perfecto quién la detenía

“No se preocupe, igual ya tengo que irme”

“Deja que te lleve para redimirme”

“No, que va, vuelva con el otro joven, se ve lo necesita”

“Es mi hermano y es un idiota que para llamar la atención se dr%ga hasta perder el conocimiento”

“Una pena, tan joven”

Miró la mano que aún la detenía .

“¿Me permite?”

“Se me hace tarde”

“¡Oh, sí!, perdón”

Al soltarla ella siguió su camino.

Él pensó en seguirla, pero su hermano lo necesitaba, así que sacudió la cabeza y entró al salón nuevamente.

Esta vez no se paró a sujetar a su hermano, solo se sentó en la silla que Victoria había dejado vacía.

No podía sacarse de la retina esos ojos celestes que le parecían asustados.

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