La enfermera del CEO
Capítulo 2

Capítulo 2:

De pronto siento que un bajón hace que me ponga pálida del susto y los nervios.

Por supuesto que en mi currículo dice que estoy soltera, no lo he actualizado para esta entrevista.

Además, no andas poniendo ‘comprometida’, porque eso no es un estado civil legal.

La verdad es que no estoy del todo soltera.

Hace dos años conocí a un hombre maravilloso, no puedo asegurarlo, pero creo que podría ser el indicado para mí.

Al menos a mi hijo le agrada, y es un buen muchacho.

Su único inconveniente; si es que podría decirse; es que no está casi nunca a mi lado, pues mi prometido es militar de la fuerza armada de los Estados Unidos, y ahora mismo está de misión en Irak.

Saber que se encuentra tan lejos de mí, en un sitio tan peligroso, me pone los pelos de punta.

Tengo miedo de que un día me llamen para decir que ha muerto en combate.

Me quedo mirando a la mujer un par de segundos, mientras proceso qué contestar a esa pregunta.

Sé que, si le digo la verdad, no me dará el trabajo y no puedo arriesgarme a perder esta gran oportunidad, la paga es muy buena.

Mi prometido no volverá sino hasta dentro de un año, creo que en ese tiempo podré reunir dinero suficiente para reconstruir la granja y la cosecha arruinada por las plagas. Podré volver a mi hogar, sin nada del estrés de la gran ciudad, ni cuidar viejecitos molestos.

“No, estoy soltera, pero…”

Hago una pausa cuando se me ocurre decir eso.

¿Por qué he dicho ‘pero’?

¿En qué estoy pensando?

“¿Pero?”

“No tiene que preocuparse por nada, yo… soy lesbiana”, miento.

¿Por qué demonios he dicho eso?

Mi yo interno desea matarme en este momento.

La señora enarca una ceja y me mira con suspicacia, como si se lo estuviera replanteando.

“Bueno, yo creo que eres perfecta para el trabajo, tienes buena experiencia a pesar de tu edad, y estás disponible”.

“¿Entonces, me contrata?”

“Todavía tienes que pasar una última prueba, mi esposo tiene que aceptarte”.

Abro los ojos hasta el límite.

Si es uno de esos pacientes de ochenta años, odioso y caprichoso como un niño pequeño, entonces ya puedo ir despidiéndome de este trabajo.

Ella se da cuenta de mi cara de desánimo y añade:

“Créeme, deseo que acepte de una buena vez. Eres como la veinteava enfermera que entrevisto en toda la semana”.

‘No me está dando ánimos, señora’, pienso.

“Ah, por cierto, no debes preguntarle nunca sobre su accidente, no le gusta hablar de eso. Y está terminantemente prohibido cualquier contacto, tema de conversación o incluso fotos de perros. Si tienes uno, asegúrate de que nunca lo sepa”.

¿Perros?

¿Odia a los perros?

¡Vaya!

Este hombre sí que es una joya, entre más sé de él, creo que menos me gusta lo que tendré que hacer.

Tolerarlo solo por el dinero es algo que me va a costar mucho esfuerzo.

Se pone de pie y me conduce hasta la zona de su casa donde están las habitaciones.

Se nota que han acondicionado la casa para adaptarse a la silla de ruedas del hombre.

Pasamos por un pasillo hasta un área de descanso muy acogedora.

Al fondo de ese lugar hay una puerta de madera corrediza.

Me hace una seña con la mano para que espere ahí y toca la puerta.

“Alec, ¿Puedes venir por favor?”

“Quien sea, no me interesa”, contesta desde dentro.

“Alec, por favor, debes ver a la enfermera”, le pide la mujer.

La veo resoplar y girar los ojos, no parece ser un hombre fácil. La compadezco si tiene que aguantarse su mal genio.

“Ya te dije que no, no voy a aceptar a ninguna que me impongas”, replica.

La esposa se pone una mano en la cabeza y vuelve a suspirar.

“Espera aquí, abriré desde el otro lado”, indica.

Sale dando fuertes pisadas en el suelo, claramente está molesta.

Desde el otro lado no se escucha nada más.

Este hombre parece mucho más insoportable de lo que pensé.

¿De verdad se ha encerrado en su habitación?

No lo creo, es muy peligroso.

Debe estar fingiendo.

Una idea estúpida se me pasa por la cabeza:

Intentar abrir la puerta.

Tal vez se haya ido al otro lado, ahora que sabe que su mujer va a abrir la otra entrada.

Deslizo con suavidad la puerta corrediza y para mi sorpresa, se abre sin poner ninguna resistencia.

El hombre que se supone que debo cuidar está de espaldas a mí, lleva su cabello amarrado en un moño en la cabeza.

Su cabello es entre rubio y castaño; algo raro para ser alguien mayor.

Cuando escucha que abro la puerta, se gira con la silla de ruedas y entonces quedo en shock. Porque el señor Alec Fairchild es de todo, menos un viejecito cascarrabias.

“¿Quién es usted? ¡Lárguese!”, me grita.

Quizá sí es un cascarrabias después de todo.

“Soy Madison Jones, y yo seré su enfermera”, respondo sin quitarle los ojos de encima.

Él me mira con el ceño fruncido, sus ojos verdes están escondidos bajo esas tupidas cejas que tiene.

Una gran barba le cubre la mitad del rostro, pero ni siquiera eso le quita lo atractivo.

Es un hombre increíblemente guapo.

“Pierde su tiempo, no la aceptaré”.

“Señor Fairchild, deme una oportunidad, si para el final del día sigo sin agradarle, entonces podrá despedirme y no pondré ninguna objeción”.

Justo en ese momento la esposa consigue abrir la puerta del otro lado. Se nota que esa la pusieron ahí después del accidente.

¿O tal vez…?.

“Alec, la aceptarás o te juro que…”

Él levanta una mano para interrumpir sus palabras.

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