La divina obsesión del CEO -
Capítulo 4
Capítulo 4:
“Es una chica hermosa, pero no cumple tus especificaciones. Veinticinco años, separada y con una hija de siete años”, había dicho su abogado cuando Román descubrió la entrevista de Frida.
“Parece ansiosa por un trabajo. La necesidad te vuelve un peón fiel”, pensó Román con satisfacción y se creyó con suerte.
Pidió que la cacería se detuviera, había encontrado a la mujer indicada: hermosa, ansiosa por trabajo y con una necesidad que solo él podía resolver.
Si algo le gustaba a Román era sentir que tenía el poder sobre las circunstancias y en ese momento sentía que tendría el poder sobre esa criatura vulnerable y necesitada, una esposa dócil que haría y diría lo que él pidiera. Solo necesitaba hacerla firmar el contrato.
De pronto Frida sintió que había alguien más con ella. La criada la había dejado sola, así que lo más seguro es que se tratara de su futuro esposo. Tenía miedo de voltear y gritar horrorizada por su apariencia, no quería ofenderlo.
Giró sobre sus talones y entonces su rostro cargado de preocupación se volvió de asombro total.
La criada le había mentido, el hombre no era para nada horrible, por el contrario, era mucho más alto que ella y tenía un rostro varonil y frío que le erizó la piel de forma agradable; espaldas anchas y unos ojos negros que atravesaron su corazón. Era extremadamente atractivo.
“¿Frida Moretti?”, preguntó Román con esa voz ronca y profunda que sonaba como un ronroneo mientras tomaba una copa de vino.
“Román Gibrand”.
“Mucho gusto, Señor Gibrand”, contestó Frida haciendo un esfuerzo para que su voz no flaqueara.
“Sé que soy más grande que tú, pero por favor evita hablarme de «usted» después de todo, nuestra relación será bastante estrecha”, añadió ofreciéndole el contrato.
“Tengo entendido que tienes una hija pequeña que está gravemente enferma”.
“Necesita una operación con urgencia. Tiene un tumor en el cerebro que no deja de crecer y…”
Frida se detuvo, sus manos comenzaron a temblar y sus ojos amenazaban con romper a llorar.
“Yo me encargaré de todo lo que necesite tu hija. La llevaremos al mejor hospital del país y le pagaré al mejor cirujano. Lo que sea necesario para que ella recupere la salud”.
Se acercó a Frida, motivado por esos hermosos ojos que parecían brillar entre la penumbra.
“Lo único que pido a cambio es una relación lo suficientemente realista. Tendrás que casarte conmigo y darme un hijo lo antes posible”.
“¿Por qué yo?”, preguntó Frida desconcertada y, como una polilla atraída a la luz, se acercó a Román.
Sus dedos cosquilleaban por alcanzar sus mejillas y asegurarse de que era real.
“Porque lo necesitas. ¿Me equivoco?”
La invitó a sentarse a la mesa.
“¿Es un acto de caridad o una seguridad de saber que la mujer que escogiste la tienes sometida por la necesidad?”
Sonrió con tristeza y los puños comenzaron a temblarle.
“¿Tiene sentido aclararlo?”
Román se acomodó en su asiento y le dedicó una mirada que denotaba estar orgulloso sobre su poder en ella,
“¿Quieres mi ayuda? Firma el contrato.”
“Actúas como el hombre poderoso que eres, pero lucrar con el dolor no es un buen comienzo”.
Frida lo vio con coraje y apretando los dientes.
¿Qué esperaba? ¿Encontrar el amor en un hombre desconocido y poderoso?
Era un hombre de negocios y esa clase de hombres solo piensan en su propio beneficio, pasan por encima de quien se atraviese en su camino. Ya lo había aprendido de Gonzalo.
“Si no te gusta entonces no firmes. Puedes irte, ni siquiera necesito que me entregues el vestido, puedes quedártelo, te queda muy bien”, dijo Román picoteando la comida con el tenedor en su plato y viendo fijamente a Frida de manera retadora.
“Firmaré. No por mí, sino por mi hija. Si de mí dependiera, rompería el contrato y te devolvería el maldito vestido antes de salir de esta estúpida casa, no sin antes hacerlo jirones para que no puedas devolverlo a la tienda”, dijo Frida firmando hoja por hoja ante los ojos divertidos de Román.
“Vaya. Me alegra ver que no me equivoqué al escogerte”, expresó haciendo su sonrisa más grande al tomar el contrato entre sus manos.
“Espero que la cena te cambie un poco el humor”.
“No quiero cenar. No tengo hambre”.
Frida se levantó de la mesa.
“¿Estás hablando en serio?”, preguntó Román queriendo disolver su sonrisa, pero entre más rabiaba Frida más se divertía.
“Quiero retirarme a descansar”, insistió sin evadir la mirada de Román que parecía cada vez más sorprendido por su arrogancia.
“Bien. Te acompañaré a la habitación que tendrás que compartir conmigo”.
“Dime dónde está, yo puedo llegar sola”.
“No creo, la casa es demasiado grande y te perderás”.
Se levantó acomodándose el saco y le ofreció el brazo, no tanto por caballerosidad, sino por medir que tan orgullosa podía llegar a ser Frida.
Con rigidez y sin levantar la mirada hacia él, se tomó de su brazo y este la llevó escaleras arriba, directo a su habitación.
“Este será el cuarto que vamos a compartir”, dijo abriendo la puerta para ella.
“Puedo pedirle a alguna de las criadas que te traiga algo de cenar”.
“No es necesario, no tengo hambre”, respondió Frida aún con molestia.
“Bien, entonces disfruta de la habitación esta noche, porque a partir de mañana tendrás que compartirla conmigo”.
Aunque Frida tenía curiosidad por saber dónde pasaría la noche Román, no se animó a preguntar.
Dejó que la puerta se cerrara dejándola en un silencio profundo que la hizo deprimirse más.
Se sentó en la orilla de la cama y comenzó a llorar desconsolada, pensando en la pequeña Emma y en todo lo que tendría que hacer para salvarla.
No le gustaba sentir que ese hombre ahora tenía completo poder sobre ella.
…
Afuera de la habitación, recargado sobre la pared, Román escuchaba el llanto de Frida. Eran apenas sollozos audibles que le causaban lástima.
No estaba muy seguro de que tendría una esposa dócil, pero sí estaba consciente de que tendría a una mujer herida a su lado. Ignorando sus deseos de entrar y consolarla, decidió ir directamente a su estudio. Sumergirse en los asuntos de la empresa lo distraería.
Después de un rato, la puerta de la habitación sonó, tomando por sorpresa a Frida que ya estaba vestida con un camisón de seda, lista para dormir en esa cama que olía tanto a Román.
“Pase”, dijo esperando que fuera él, dispuesto a dormir a su lado, pero quien entró fue esa criada que ya se le hacía tan conocida.
“¡Hola!”, saludó con una amplia sonrisa y entró a la habitación cargando una charola con alimento.
“Me presento, soy Lorena y supongo que tienes hambre, así que traje comida”.
“De hecho, no tengo nada de hambre”.
“Pero deberías de comer. No es bueno para la salud”.
“Debería estar en el hospital al lado de mi hija”, respondió amargamente dejando que las lágrimas surcaran sus mejillas.
“Pronto lo estarás. Esta no es una prisión. Verás que el Señor Gibrand hará que tu hija mejore”.
“¿A qué precio?”, preguntó Frida dedicándole una mirada de reproche.
“No es horrible por fuera, pero sí por dentro”.
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