La divina obsesión del CEO -
Capítulo 2
Capítulo 2:
“¡Váyanse los dos a la m!erda! ¡No necesito nada de ti, Gonzalo! ¡Espero jamás volver a verte en mi maldita vida!”, exclamó Frida dolida, ya que el momento era un asco, lleno de hostilidad, lágrimas y frustración.
“Y en cuanto a ti… amiga recuerda que lo que llega fácil, fácil se va. No te sorprendas cuando Gonzalo te cambie por alguien más”
“Eso nunca pasará… yo sí sé cómo cuidar a un hombre”, respondió Aida aferrándose al brazo de Gonzalo y viendo con rencor a Frida.
“Ojalá y tengas razón… pero si no es así, espero tener la dicha de verte en mi situación, llorándole a un imbécil que no sirve ni como padre, ni como esposo, ni como compañero, ¡Ni como nada!”
Cada palabra le dolía, quemaba desde su corazón y desgarraba su garganta hasta por fin salir de su boca, mientras el vacío en su pecho se volvía más grande.
“Llamaré a seguridad si no te vas en este preciso momento”, dijo Gonzalo entre dientes, conteniendo su rabia y evitando no darle una bofetada para que se callara.
“No te molestes… ya me voy…”, respondió Frida retrocediendo hacia la puerta, viendo por última vez a esa pareja de traidores que la veían como si ella fuera el verdadero problema y no ellos.
“Estaré en la casa de Aida, viviré ahí en lo que desalojas nuestra casa. Te daré un par de días para que encuentres donde vivir”.
“No necesito tu piedad de m!erda”
“Siempre tan orgullosa…”, dijo Gonzalo con melancolía y dolor.
“Largo”
Frida se quitó el anillo de bodas, sus recuerdos más felices pasaron por sus ojos, reflejados en el brillo del metal precioso mientras lo sostenía entre sus dedos antes de dejarlo en el escritorio y dar media vuelta para salir de ahí, sin orgullo, humillada y sin dinero ni apoyo para Emma.
Esa tarde no solo había perdido a su esposo sino también la esperanza de salvar a su hija y no podía estar más destrozada.
…
Para Román Gibrand las órdenes eran claras. Si quería quedarse con la empresa, tenía que casarse y concebir un hijo.
Su abuelo, el dueño de la mayoría de las refinerías del país, había sido franco en su testamento.
Estaba preocupado por la felicidad de su nieto, creyendo que, al carecer de una familia, no podía ser del todo dichoso.
Román lo consideraba descabellado e ilógico.
Él no solo era amante de su soledad, sino que se caracterizaba por ser frio y a veces cruel.
No quería desperdiciar su tiempo en una relación.
Sospechaba que, dada su posición, toda mujer que se le acercara lo haría por interés y no pensaba desgastarse con amores falsos e hipócritas, pero la sentencia estaba declarada, el testamento era válido y, si no quería perderlo todo, tenía que acatarlo.
Furioso, decidió ir al hospital en busca de su abuelo para hacerlo entrar en razón.
Si algo lo caracterizaba desde niño era que odiaba que lo condicionaran.
No le gustaba seguir órdenes ni siquiera por conveniencia, su orgullo no se lo permitía tan fácil.
“Román… no quiero oírte”, dijo Benjamín al ver llegar a su nieto.
“¡No puedes hacerme esto!”
Estaba tan molesto. Parecía un tren dispuesto a arrollar a cualquiera a su paso.
“¿Propiciar que encuentres el amor, te cases y tengas hijos? ¿En verdad es tan malo?”, preguntó conteniendo su risa.
Román podría ser un hombre de casi 40 años, pero ante los ojos de su abuelo seguía siendo ese pequeño caprichoso y orgulloso.
“No puedes obligarme”, agregó Román entre dientes.
Sus ojos negros ardían como carbones encendidos.
“Entonces… perderás la empresa”.
“Que así sea. Me rehúso a arruinar mi vida solo por un capricho de un hombre que cree que la muerte lo ronda”, dijo furioso.
“¡¿Qué crees que ocurrirá cuando te vayas?! ¡¿Cómo voy a continuar mi vida con una mujer que no amo y un hijo que nunca quise?! No voy a echarme un problema encima solo por tus delirios de viejo”, agregó sin pensar, motivado por su enojo.
Cuando Román era niño había perdido a sus padres en un accidente.
La única persona que se hizo cargo de él fue su abuelo que lo crio con cariño y paciencia.
Se convirtió en su padre y su única familia, pues tanto tíos como primos eran ambiciosos e interesados.
Aprendió a no confiar en nadie más que en su abuelo y en ese momento estaba consciente de que lo estaba hiriendo.
“Tienes razón… a mi edad la muerte es lo único seguro”.
“No hagas de esto un drama…”
Le costaba pedir perdón y prefería continuar como si nada hubiera pasado.
“No vas a manipularme para hacerme cumplir un capricho tonto”
“Román…. pierdes la cabeza muy fácil y eres tan jodidamente orgulloso”, dijo Benjamín con una sonrisa sarcástica.
“Me recuerdas a mí cuando era más joven…”
“Una mujer no arreglará las cosas”.
“No, no lo arreglará, pero la indicada puede volverse un gran apoyo para que tú lo arregles por iniciativa propia”.
“No lo haré…”
“Bien, entonces la empresa será vendida y todo será repartido para organizaciones de beneficencia”.
“No me importa”, mentía. Odiaba pensar que todo lo que había hecho por tantos años se desmoronaría.
“¿Señor Gibrand?”, preguntó la doctora desde la puerta del consultorio.
“Ya puede pasar”.
Benjamín vio con tristeza a su nieto y le dio un par de palmadas en la mejilla antes de dar media vuelta hacia el consultorio.
La enfermera que se ocupaba de cuidarlo tiempo completo había escuchado toda la conversación y no pudo evitar dirigirse hacia Román.
“Señor, disculpe que me meta en lo que no me importa…”, inició su gentil regaño.
“Pero debería de ser más consciente con su pobre abuelo”.
“Tienes razón Matilda, no deberías de meterte en lo que no te importa… ¿Por qué no vas con mi abuelo y lo cuidas? Para eso se te paga, ¿Recuerdas?”, respondió Román entre dientes, conteniendo su molestia.
“Su abuelo está muy enfermo… Hace unos días se le diagnosticó cáncer de pulmón y no piensa tomar ningún tratamiento…”.
La noticia dejó sorprendido a Román, pues se daba cuenta de lo efímero que era el tiempo que le quedaba a su abuelo y la sensación de poder perder al hombre que quiso como a un padre había causado estragos en él.
“Cree que su tiempo en este mundo está llegando a su fin y no quiere irse atado a una cama de hospital, quiere vivir la vida que le queda con libertad y quiere ver a su nieto favorito feliz, formando una familia. ¡Deje de comportarse como si ese testamento solo se hubiera hecho para herir su orgullo!
“En vez de regañarme, Matilda, deberías de estar convenciendo a mi abuelo de aceptar el tratamiento…”, se quejó y vio la puerta del consultorio con horror. Tenía ganas de entrar abruptamente y hacer entrar en razón a su abuelo.
“Es la decisión de su abuelo y la debe de respetar…”
“Él tiene derecho a decidir cómo quiere irse de este mundo. Si quiere hacer algo por él, haga lo que le pide y no hable de su enfermedad, eso solo lo deprimirá”.
“Ese viejo necio”, dijo Román entre dientes y aunque se sentía destruido, no era capaz de exponer su dolor con lágrimas.
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