Capítulo 32:

Cuando la semana terminó Madison fue a comprar un teléfono, pidió uno de los más baratos, mientras esperaba que le asignaran la línea y procesaran su compra, tomó una de las tabletas que estaban en exhibición y puso en el buscador el nombre de Simón.

De inmediato aparecieron las últimas noticias sobre su esposo, sus ojos se llenaron de lágrimas al ver que hacía dos noches había asistido a una gala con su esposa, en la foto estaba su gemela sonriendo a la cámara.

Pasó al siguiente artículo y vio una foto en la casa de su madre, en ella estaban: Lucía, al parecer recuperada de su enfermedad, su madre, Simón y Marga. Su hermana tenía la cabeza apoyada en el hombro de su esposo y se veían muy acaramelados.

Se llenó de desesperación al comprender que ese había sido el verdadero plan de Marga, sacarla de la vida de Simón para quedarse con su esposo. A él se veía muy contento con la situación. Lo que más le dolía era ver como su madre apoyaba la relación de su hermana con Simón.

Y Lucía no podía perdonarla a ella, pero si a Marga.

Salió de la tienda sintiéndose más sola que nunca, miró su teléfono y pensó que no tenía a nadie a quien llamar. Su familia le había dado la espalda, nunca más volvería a su casa, no después de esa horrible traición.

Madison estaba tan deprimida que tenía que obligarse a levantarse de la cama cada mañana, pasaba el día tratando de hacer su trabajo lo mejor posible porque su jefa siempre la amenazaba con despedirla si cometía algún error. Era bastante exigente y no le daba un minuto de descanso.

“Este fin de semana, voy con unos amigos al cine, ¿Por qué no vienes con nosotros, Mary Ann?”, le preguntó un día Rose una de las camareras más jóvenes del restaurante.

“Ustedes son unos jovencitos, Rose, yo soy mayor y no tengo ganas de salir”.

“Ni que tuvieras cuarenta, solo tienes veintitrés años”.

“Pronto cumpliré veinticuatro”, murmuró Madison.

Ese año no celebraría su cumpleaños, no tenía a nadie con quien celebrar, su gemela le había dado una puñalada por la espalda y su madre la había apoyado.

Esa noche se miró en el espejo y pensó que parecía de cuarenta, había perdido peso, tenía profundas ojeras de no poder dormir por las noches, el pelo sin brillo y la piel seca.

Estaba cansada todo el tiempo, sentía que su salud se deterioraba porque cada día se sentía peor.

Pensaba que estaba enferma del estómago, siempre tenía náuseas y había llegado a vomitar en varias ocasiones, pensó en ir al médico, pero no tenía seguro y las consultas privadas eran muy caras, era probable que se quedara sin comer si tenía que pagar un médico.

Así que compró algunas pastillas para el estómago y rezó porque fuera suficiente.

Aunque siempre se decía que era la última vez y que no volvería a hacerlo, para ella era como una adicción el ir a la tienda de electrónicos donde compró el móvil, tomar una tableta y buscar las últimas noticias de Simón y Marga.

Se decía que cada vez que lo viera dolería menos, pero no era cierto, siempre dolía.

El verano dio paso a los primeros días del otoño, el frio estaba a la vuelta de la esquina, por lo que tuvo que tomar dinero del poco había logrado ahorrar para comprarse un abrigo.

Había encontrado ropa donada en la iglesia y comprada a muy bajo precio en las tiendas de articulo de segunda mano, pero era casi imposible encontrar ropa abrigada para pasar el invierno.

Al menos las náuseas habían remitido y pudo ganar algo de peso, sobre todo porque el cocinero le daba sobras a escondidas de la jefa.

Un día estaba metiendo en su bolso la cena cuando la jefa entró de repente en la cocina y pilló.

“Estás robando comida, ¡eres una m%ldita ladrona!”, le gritó furiosa delante de todo el mundo.

Madison llena de vergüenza se quedó callada, no podía delatar al cocinero porque si no él correría la misma suerte que ella.

“¡Estás despedida, ladrona!”.

La desesperación llenó a Madison, no sabía que hacer, casi no tenía dinero y en ese pueblo no era que abundaran los trabajos.

Se giró para marcharse corriendo de allí antes de que alguien viera sus lágrimas, pero el movimiento la mareó, se sujetó a la mesa cuando todo se le puso negro, sintió su cuerpo desvanecerse, sin embargo, no llegó al piso porque unos brazos fuertes la sostuvieron.

Cuando despertó estaba en el consultorio del médico de familia del pueblo, rezando para que la factura no fuera muy cara, pensó que, si antes le era casi imposible pagarla, en ese momento sin trabajo era peor.

Un mareo la obligó a quedarse acostada.

“Quédate tranquila, Mary Ann, el doctor vuelve en un momento, fue a buscar tus resultados”, le dijo su amigo el cocinero.

“¡Por Dios! Como pagaré la cuenta, no tengo dinero, ni trabajo”.

“Por la cuenta no te preocupes, el doctor es mi amigo y no te cobrará y trabajo aún tienes, le dije a la jefa que yo te había dado la comida y que si te despedía pondría la renuncia de inmediato”.

“¡Por qué le has dicho eso, te puede despedir!”.

“No, no la hará, no encontrará un cocinero como yo en este pueblo y ella lo sabe. Además, la amenacé con denunciarla con el dueño si sigue tratándote de esa forma”.

En ese momento, el médico entró por la puerta.

“Es bueno verte despierta, Mary Ann, le pegaste un buen susto al amigo”, dijo señalando al cocinero.

“Gracias por atenderme, doctor”.

El médico hizo un gesto con las manos para restarle importancia.

“Mary Ann, no sé si estas son buenas o malas noticias para ti, pero debo decirlas. Estás embarazada”.

“¡Seis malditos meses, y Madison sigue sin aparecer!”, gritó Simón a su detective.

“No me importa si tienes que contratar a los Blackwater [1] para rastrear todo el país, pero necesito encontrar a mi esposa”.

Marga escuchó a Simón gritar y se encogió en su asiento, no había día en el que no se culpara por la desaparición de su hermana.

“Mírame, Margaret”, dijo Max con suavidad para sacarla de sus pensamientos dañinos.

Durante esos seis meses había tenido que ir a terapia porque la culpa se la estaba consumiendo. Dejó de comer porque no sabía si Madison tenía lo suficiente para hacerlo, ni siquiera sabía si estaba viva.

Marga perdió tanto peso que los huesos se le marcaban, se comía las uñas y llegó a arañarse y pellizcarse debajo de la ropa para aliviar su dolor.

Al ser su guardaespaldas principal, Max fue el primero en darse cuenta de lo que estaba pasado, y se lo dijo a Simón, por lo que Meredith, Lucía y Simón la habían convencido de recibir tratamiento psiquiátrico.

Aunque estaba mucho mejor aún tenía días malos como ese, por suerte tenía en el guardaespaldas un buen amigo.

Max tardó menos de dos días en descubrir el engaño.

“Cómo usted ordene, Señorita Fulton”, respondió a una orden de Marga. La chica sorprendida lo había mirado con asombro, no pudiendo ocultar la verdad.

“¿Cómo lo descubriste?”, preguntó mirando hacia los lados para asegurarse de que nadie más lo escuchó.

“La Señora Barton es una persona muy amable y considerada con las personas que la rodean”, explicó el guardaespaldas.

‘A diferencia de mí que soy una bruja’, pensó Marga con amargura, últimamente siempre se preguntaba por qué ella era la mala y Madison la buena.

No quería ser la mala.

“Mi única pregunta es ¿Lo sabe el Señor Barton?”, preguntó Max con seriedad.

“¿Qué es lo que debo saber?”, preguntó Simón a Max.

“Que ella no es la Señora Barton”, señaló el guardaespaldas.

[1] Ejercito privado famoso por su participación en las guerras de Irak y Afganistán.

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