Exesposa al poder -
Capítulo 1
Capítulo 1:
“Señora Williams ¡Es libre!”. Comentó su abogado entusiasmado. Algo que parecía imposible se hacía realidad en ese momento: “Desde hoy abandona está prisión y podrá salir”.
Samantha ingresó a la cárcel con 22 años, tenía 5 dentro y ahora escuchaba que iba a ser libre. Se llevó las manos a la cabeza tras escuchar la noticia, fue tanta la alergia que sentía que decidió abrazar a la única persona que la ha apoyado en todo ese tiempo. Su abogado era una persona de unos 40 años, bastante jovial que siempre la trataba con respeto y cariño.
“No es una broma ¿Verdad?”. Pregunto con sus ojos llenos de lágrimas. EL abogado negó, su libertad estaba a cuestión de minutos: “Pero ¿Cómo es posible? ¿Cómo lo consiguió?”.
Él apretó la quijada y respiro, sabía que eso no le iba a gustar a Samantha.
“Una persona anónima pago una gran fortuna a cambio de que seas libre”.
“No”. Entro en negación: “No puedo salir de esa forma, eso solo me haría culpable de algo que no hice”.
El abogado la tomo de los hombros para que entrara en razón y le dijo.
“Si aceptas esto, podrás descubrir al verdadero asesino y limpiar tu nombre… además, podrás conocer a tu hijo. El pequeño espera en silencio para conocer a su madre”. Le dijo el abogado.
“Piénsalo, no abandones esta oportunidad”. Camino hacia ella: “Hoy viajo fuera del país, pero dejo los papeles listos en caso de que cambies de opinión. Si lo haces, llámame para traerte a tu hijo, él está ansioso por conocerte”.
Ella simplemente lo vio y se marchó.
Recostada en la cama de su celda, le vinieron muchos recuerdos a la mente.
“Abra el maleteo de su auto”. Hablo el oficial cuando la detuvo.
Samantha asintió, creyó que era una inspección rutinaria como siempre lo solían hacer. Cuando abrió el maletero, lo siguiente que escucho fue.
“¡Baje del auto con las manos en alto!”.
Ella no sabía lo que estaba pasando, se debía tratar de algún error o quizás una broma. Salió muy despacio con las manos en el aire y los oficiales de inmediato la esposaron.
“Queda detenida por el asesinato de los Señores Mickelson, tiene derecho a guardar silencio”.
Samantha no entendió sus palabas, todo pasaba muy rápido y sentía que estaba dando vueltas. Se soltó de los oficiales para asegurarse de que era una equivocación, pero la equivocada fue ella cuando sus ojos vieron dos cuerpos inertes en su maletero.
“Dante, te doy mi palabra de que yo no hice nada de lo que me acusan. Yo amaba a tus padres como si también fueran los míos, y sabes que ellos también me amaban. Como iba a matarlos y dejarlos en mi maletero, tienes que creerme, te lo pido”. Hablo Samantha tras las rejas, desesperada por su apoyo.
Dante en ese momento tenía 24 años, era dos años mayor que ella. El hombre vestía de negro tras el luto por sus padres. Tenía una expresión amaga y una mirada fría que dejaba en evidencia su gran furia.
“¿Mataste a mis padres y ahora me pides ayuda?”. Preguntó con una voz llena de dolor y odio: “¿Qué clase de mujer eres? Por Dios, con quien me acabo de casar”.
Samantha supo por su tono de voz que él la creía culpable, la estaba abandonando.
“Te casaste conmigo, Dante”. Empezó a llorar: “Te casaste con la mujer que amas, en el fondo sabes muy bien que yo no sería capaz de matar a tus padres”.
“CALLATE”. Grito, ya no quería escucharla: “Haré todo lo posible para que nunca salgas de aquí, te vas a morir en la cárcel y jamás verás la luz del exterior”.
La tomó del mentón y sin despegar miradas, le dijo con una voz llena de amargura y odio: “Samantha, acabas de matar nuestro amor, desde hoy no somos nada, desde hoy no eres más que la asesina de mis padres, desde hoy dejamos, de ser esposos”.
La soltó con fuerza y, después de sus palabras de despedida, se fue.
“Tienes que creerme, soy inocente. Dante, por favor créeme”. Empezó a gritar por un poco de compasión.
Cayó al suelo y se quedó ahí llorando toda la noche.
No recibió más visitas de Dante, él le dejó muy en claro su postura. Al siguiente día recibió a su abogado con los papeles del divorcio, sin más que pensar lo firmó con el corazón destrozado, así de rápido dejaron de ser esposos. Ni siquiera fue a su juicio, donde terminaron por condenarla por un crimen que no cometido. La única visita que recibía era la del abogado que le fue otorgado.
“Seré honesto”. Dijo sentándose frente a ella: “El caso es difícil”.
Samantha mordió sus labios, asintió desganada. Se puso de pie y camino hasta su celda, donde un grupo de prisioneras la esperaban.
“Bienvenida a tu nuevo hogar, princesa”. Dijeron burlonas.
Samantha no quería problemas y decidió ignorarlas hasta llegar a su celda.
“A mí nadie me ignora, y menos la nueva”. Hablo la mujer líder, era robusta y mucho más grande que ella: “Voy a darte una lección que jamás olvidaras”.
La agarró de los cabellos y empezó a golpearla hasta cansarse. Los gritos de las otras prisioneras alertaron a los guardias quienes fueron a socorrer a Samantha.
“Pediré que te trasladen a la cocina por unos meses”. Dijo la doctora mientras la revisaba. Samantha esta recostada sobre una cama, su rostro estaba golpeado y el cuerpo le dolía: “Tuviste suerte, tu bebé se encuentra bien”.
De repente abrió sus ojos, la doctora acababa de mencionar a un bebe, su bebé.
“¿Es una broma? Dígame que es una broma, por favor”. Habló desesperada.
“Lo siento, pero no lo es”. Aseguro la doctora: “Las pruebas que te hice indican que tienes un mes de embarazo”.
Samantha llevo sus manos a su rostro, quería grita o correr muy lejos. No podía tener un hijo en la cárcel, pero tampoco quería deshacerse de la criatura en su vientre.
Los días pasaron y ella por su embarazo fue trasladada a trabajar en la cocina hasta el momento en que dio a luz. Tuvieron que hacerle una cesárea por las complicaciones con las que venía el niño, su forma no era la correcta para pasar por el canal uterino. Además, el bebé tenía una malformación en el pulmón derecho que le impedía respirar de forma correcta, toda su vida tendría que estar conectado a un respirador artificial y a inhaladores, ya que no podía hacerlo por sí solo.
“Es la persona en la que más confió”. Le dijo a su abogado. Samantha había sacado todos sus ahorros del banco y se los dio para los medicamentos y tratamientos que necesitaría su hijo: “Por favor, Señor Miller, cuide a mi hijo, cuide a Matías”.
Beso a su hijo con lágrimas en los ojos y se lo dio.
El Señor Miller tomo al pequeño en sus brazos, era tan adorable que no podía decir que no.
“Cuidare de él y en cuanto salgas, volverá a tus brazos”. Le aseguro.
El tiempo había terminado y tuvo que marcharse. Samantha volvió a llorar, pero ese día juró que no volvería a derramar ni una sola lágrima más. Haría todo lo posible por demostrar su inocencia para ir con su hijo.
La cárcel la hizo fuerte, no dejó que ninguna de la pisoteara o humillara, ahorra era la líder y ponía orden, asegurándose que las nuevas reclusas no pasaran por una paliza de bienvenida.
Un año después recibió la mejor noticia de todas.
“El pequeño Matías ha reaccionado de manera positiva a los medicamentos y tratamientos”. Dijo el Señor Miller, luciendo más que feliz: “Su respiración ahora puede ser controlada y no hay peligro de que se ahogue”.
Samantha no tuvo palabras para agradecerle lo que estaba haciendo por ella, y sobre todo, por ayudarla económicamente.
“Cuando salga de aquí, prometo pagarle hasta el último centavo”. Dijo agarrando sus manos.
“Descuida, Samantha, todos los gastos están siendo solventados por el hospital, usted no me debe nada”.
“No, Señor Miller, yo le debo mucho y estoy en deuda con usted”.
Después de aquel amargo recuerdo. Samantha se puso de pie, alzó su colchón y saco una fotografía en la que aparecía su hijo recién nacido, era lo único que tenia de él hasta el momento. El Señor Miller quiso llevarlo a la cárcel para que lo conociera, pero ella se negó. No quería que su hijo la viera en ese estado. Al ver su fotografía, decidió aceptar su libertad.
Fuera de la prisión nadie la esperaba.
Samantha respiro su libertad, era tan agradable estar afuera y con nuevos objetivos. Camino sola hasta pensar en cómo arreglárselas.
A unas cuadras estaba estacionado un auto negro que la veía atentamente.
“¿La seguimos, señora?”. Preguntó el chofer.
“No”. Dijo la mujer mayor sin dejar de ver a Samantha: “Deposita una suma de dinero en su cuenta. Que le hagan creer que ganó algo en el banco o en algún sorteo”.
Subió la venta del auto y se pusieron en marcha. Ella más que nadie en el mundo sabía que Samantha jamás aceptaría ayuda… especialmente después de lo que le hizo.
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