Capítulo 82:

Contemplé con asombro aquella pequeña y maravillosa poción curativa, la vertí de inmediato en una pequeña botella e inhalé con deleite su maravilloso y terroso aroma.

Sentía curiosidad por saber qué era lo que finalmente había estabilizado los fluidos, y abrí los ojos desmesuradamente al examinar mi mano; miraba fijamente el pequeño hilo de sangre escarlata que brotaba de ella.

Marco y yo entramos cogidos del brazo en el salón de banquetes en el cual tendría lugar la celebración del equinoccio de otoño.

El vestido que me había comprado para aquella ocasión no era amarillo ni anaranjado como las hojas de los árboles en esa temporada, sino de un rico color dorado metálico, semejante a la luz del sol.

Su tela sedosa era tan magnífica que no eran necesarios volantes llamativos, lazos ni ningún otro adorno para acentuar su belleza.

Pese a su simplicidad, era elegante y regio, con mangas cortas y caídas que colgaban de mis hombros, y su tela sedosa realzaba mis curvas, destacando mi figura.

Mi vestido ondeaba mientras caminábamos por el salón de banquetes y hacía juego con la delicada cadena de mi collar de rubíes y con mi anillo de bodas, hecho de oro, que me había acostumbrado a llevar.

Marco, sin el menor disimulo, recorrió mi silueta con una mirada de aprobación, y sentí que mis mejillas se sonrojaban.

Antes de que pudiera darle las gracias por aquel espléndido vestido, se excusó con un cortés movimiento de cabeza, explicando que debía ir a hablar con algunos de los invitados.

Pasaron algunos minutos antes de que su hermana me viera y se aproximara a mí como un buitre que desciende sobre su presa para desgarrarla.

Iba ataviada con un vestido corto y negro, y me estremecí ante la ira que brilló en sus ojos al darse cuenta de que mi vestido eclipsaba al suyo.

«¡Vaya, vaya, mira quién está aquí!», exclamó en tono burlón.

«Esto sí que es irónico. ¡La cazafortunas está vestida de oro!»

Conservando mi dignidad, me limité a inclinar la cabeza levemente, mientras Cathy bebía un largo sorbo del cóctel que sostenía en su mano antes de volver a dirigirme la palabra.

«Supongo que es lógico que la esposita trofeo de mi hermano luzca como una estatua reluciente. Jamás debió haberse casado contigo; todos sabemos que no eres digna de él», comentó con desprecio.

Luego, tosió ligeramente, bebiendo otro sorbo de su bebida.

«¡Ejem!», se aclaró la garganta.

«No sé por qué te trajo al banquete de esta noche, pues nadie quiere…», comenzó a decir.

Pero no llegó a terminar la frase.

Cualquiera que fuera el insulto que iba a lanzarme, no cruzó la barrera de sus labios. Su rostro estaba contorsionado de dolor.

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