Capítulo 71:

Presa del pánico, volví la vista hacia la ventana del dormitorio mientras aquel aullido resonaba a mi alrededor.

Entretanto, la luna llena brillaba en el cielo nocturno.

Punto de vista de Tanya

El aullido no cesaba; cada rugido gutural era más doloroso que el anterior.

A pesar de que Marco me había ordenado permanecer en mi habitación sin importar lo que sucediera, sus gritos atormentados oprimían mi espíritu hasta un grado insoportable.

Abrí la puerta de mi habitación y vacilé en el pasillo por un momento; me debatía entre mi preocupación por Marco y el temor a abandonar mi habitación.

Finalmente, decidí ir a su habitación, pero cuando llamé a la puerta de la misma no obtuve respuesta.

Cada pocos minutos se oía otro aullido de dolor, y el silencio hacía que aquella situación se tornara aún más alarmante.

Su habitación estaba cerrada con llave por dentro, así que moví la perilla de la puerta con desesperación, pero mi esfuerzo fue en vano.

La desesperación que sentía me impulsaba a correr a su lado para ayudarlo.

Eché un vistazo a mi alrededor y noté un candelabro decorativo en el mostrador del pasillo.

Entonces, escuché otro aullido angustiado que me hizo entrar en acción; instintivamente tomé el candelabro y golpeé violentamente con él la perilla de la puerta.

Tras golpear repetidamente el metal de la perilla, la cerradura cedió y por fin pude abrir la puerta.

Pese a que la habitación estaba sumida en las tinieblas, distinguí su silueta a unos cuantos metros de mí.

Pero no era Marco; al menos, no el Marco que conocía.

Había adoptado su forma licana; sus anchos hombros habían adquirido un tamaño impresionante y sus bien definidos músculos lucían aún más firmes. Su pelaje era negro como la noche, y la luz de la luna se reflejaba en sus garras curvas, lo que le confería un aspecto tan imponente como aterrador.

Lo que más me llamó la atención de su aspecto no fueron sus colmillos ni el aura feroz que desprendía, sino sus ojos.

Sus hermosos ojos azules habían adoptado una tonalidad rojiza, como un fuego carmesí que ardiera bajo la superficie de un trozo de hielo de color cian.

«¿Marco?» dije suavemente, esperando llamar su atención.

Sus orejas de lobo se agitaron al oír el sonido de mi voz, y me escrutó con la mirada.

Al verlo, sentí que el corazón iba a salirse de mi pecho.

Sus ropas se habían convertido en harapos; su camisa y su pantalón se habían hecho trizas.

Pero lo más extraño de todo era la línea plateada que se extendía a lo largo de la base de la palma de su mano.

Nunca antes había visto algo así.

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