Embarazada de una noche con el Alfa -
Capítulo 41
Capítulo 41:
Cuando alguien hacía una oferta, de inmediato otra persona ofrecía una mayor cantidad de dinero, hasta que finalmente uno de los postores ofreció ochenta millones de dólares.
«¡Ochenta millones de dólares a la una!» exclamó el subastador.
Incluso él, un hombre curtido en este tipo de eventos parecía impresionado por la elevada suma de dinero ofrecida por esos pendientes. «¡Ochenta millones de dólares a las dos!» insistió.
Me volví para ver quién había hecho aquella oferta y me sorprendí al darme cuenta de que era el mismo hombre que me había estado observando con tanto interés.
De repente, sentí que alguien chocaba contra mi silla.
Sobresaltada, presioné inadvertidamente el botón rojo de mi dispositivo.
«Aquella joven ha ofrecido ochenta millones y cinco mil dólares», informó el subastador, claramente maravillado. «¡A la una, a las dos, vendidos!», proclamó finalmente.
Me sorprendí al ver cómo todo se había trastocado.
Me volví hacia mi hermanastra, y vi que en su rostro se dibujaba una sonrisa petulante.
Sin duda, había chocado contra mí a propósito.
«Por favor, una ronda de aplausos para la joven mientras sube al estrado», pidió el subastador. «Este artículo es magnífico, así que la compradora lo pagará de inmediato.
Acomodadores, acompáñenla, por favor».
Decir que estaba sorprendida sería un eufemismo.
Para ser franca, estaba aterrorizada.
Sería incapaz de conseguir siquiera un millón de dólares y esperaban que pagara la friolera de ochenta millones.
Sin darme tiempo para pensar con claridad en qué hacer en aquella inesperada situación, un par de acomodadores tiraron delicadamente de mi mano y me condujeron a la tarima, mientras temblaba de miedo, abrumada por la vergüenza y la humillación.
Rogaba que la tierra se abriera y me engullera.
Quise explicarle al subastador que todo aquello era solo un enorme malentendido, pues yo no era una mujer adinerada.
Sin embargo, no pude hacerlo, ya que tenía la boca seca y parecía que mi lengua estaba atascada en la garganta.
«No es adinerada», gritó Alina de repente, poniéndose de pie para hacerse oír con claridad. «De hecho, es una miserable mendiga», añadió.
«No lo soy», murmuré, buscando preservar mi dignidad.
«Sí lo es», la secundó la princesa, que se había puesto de pie y me señalaba con el dedo, en ademán amenazante. «La vi en la tienda de ropa hace algunos días y vestía harapos sucios.
Me pregunto cómo consiguió una invitación».
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