Capítulo 101:

Guardó silencio y no los tomó. En lugar de ello, me arrojó la toalla a la cara. Suspiré sin gracia en el tejido de la misma y froté mi nuca con ella para secar un poco mi cabello.

Puesto que la toalla cubría mis ojos, no advertí que se aproximaba a mí. De repente, sentí que me abrazaba.

«¿Qué, Marco? No puedo ver», me quejé, retorciéndome ligeramente, pero en ese momento me atrajo hacia él, abrazándome con más fuerza.

Me quedé inmóvil, sin protestar, mientras escuchaba su voz, amortiguada por la toalla.

«Pues mi esposa tiene para mí más valor que cualquier objeto, tonta florecilla. Una muestra de amor es algo verdaderamente digno de aprecio, pero una vida es invaluable, y para mí, tú eres lo más importante», señaló.

Punto de vista de Tanya

Sentía calor y frío a la vez; sufría una fiebre abrasadora. El frío del agua helada del estanque en el que me sumergí aquella noche parecía haber calado mis huesos, haciéndome temblar y sudar.

Mi mano descansaba sobre mi estómago; me sentía agobiada por la culpa, la cual era más intensa que cualquier malestar producto de la fiebre.

Si la enfermedad me afectara solo a mí, no habría ningún problema. Pero cuando salté al estanque para recuperar los aretes, olvidé que mis decisiones no me afectaban solo a mí, pues llevaba en mi vientre un hijo que también sufriría las consecuencias de los errores que cometiera.

Me reproché a mí misma el hecho de haberme lanzado temerariamente a las aguas de aquel estanque, pues mi bebé podría sufrir las consecuencias de la enfermedad que ello me había causado, y eso sería algo que nunca me perdonaría.

¿Qué clase de madre era?

Algo se movió junto a mí en la cama en la que yacía e hice una mueca al sentir la rigidez de mis articulaciones. Los párpados me pesaban debido a la fatiga, y todo parecía borroso y lejano; no sabía si estaba despierta o si solo estaba soñando.

De repente, me percaté de que alguien yacía a mi lado y me acomodaba para abrazarme. Sus brazos me envolvían y, a pesar de la fiebre abrasadora que me consumía, el calor que emanaba era reconfortante. Aquel abrazo atenuaba mi dolor.

Una mano reposaba sobre una de las mías; nuestros dedos estaban delicadamente entrelazados.

«Todo va a estar bien, no te preocupes», dijo afectuosamente una voz grave.

Pensaba en Marco. Debía estar soñando; tal vez la fiebre me hacía ver visiones. Estaba tan atontada que no lograba discernir entre la realidad y la imaginación.

«El bebé…», murmuré, mis pensamientos eran confusos e incoherentes. «El bebé no merece una madre como yo. Sería mejor que otra mujer, dotada de las aptitudes que la crianza requiere, se haga cargo de él», pensaba.

«¡Chsss!», dijo aquella voz, imponiéndome silencio.

Esos dedos acariciaban tentativamente la piel de mi abdomen, guiando mi mano y frotando mi vientre con ternura.

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