Del odio al amor -
Capítulo 8
Capítulo 8:
La sirvienta permaneció en silencio mientras se ajustaba los lentes y luchaba por pasar el hilo por la aguja.
“Es una buena niña… lo poco que he hablado con ella, es responsable, acomedida y modesta. Sus padres hicieron un buen trabajo al criarla, hicieron una mujer de bien”.
“¿Caprichosa? ¿Engreída? ¿Avariciosa?”.
“No, no y no…”.
La sirvienta suspiró y lo vio por encima de los lentes.
“Señor William, ella no es como sus anteriores novias, aquellas que solo lo quisieron cuando andaba en sus dos piernas y gastaba el dinero de su padre como agua. No la meta en el mismo costal”.
“¿Qué esperabas que pensara? Se casó conmigo por compromiso. ¿Qué mujer se casa con un medio hombre si no es por obtener algo?”, preguntó lleno de rencor.
“Dicen que la base de una buena relación es la comunicación. Póngalo a prueba, Señor Harper”, dijo Rose y le entregó el pequeño elefantito.
Emma despertó aún con el corazón roto, pero en cuanto vio al Señor Orejas sin esa abertura en la barriga su ánimo cambió, lo abrazó con ternura y restregó su rostro contra el suave peluche. En ese momento no se dio cuenta que William permanecía asomado en la puerta, viendo la enternecedora imagen.
Manteniendo su anonimato, se alejó, dejando que Emma festejara la salud de su amigo.
En el comedor, William estaba pensativo mientras Emma acomodaba todo para el desayuno, llevando la comida que ella había preparado junto con Lorena.
Otra mujer estaría molesta por tener que trabajar cuando hay sirvientas que pudieran hacerlo, pero William notó que ella estaba alegre y risueña, platicando con Lorena como viejas amigas y no como criada y ama.
Ante sus ojos parecía un rayo de luz, cálido y brillante. El dolor de la desconfianza atenazó su corazón haciéndolo desviar la mirada.
“Te preparé algo para que puedas llevarte a la oficina”, dijo Emma con alegría y le acercó un recipiente transparente que abrió para él.
El olor a chocolate y mantequilla tocó la nariz de William, llamando su atención. Eran panquecitos regordetes con una cobertura cremosa. Parecían haber salido de un comercial de repostería.
“No sé cuál sea tu sabor favorito, pero los hice de chocolate, la crema es de mantequilla. Le pregunté a Rose si podías comerlos y me comentó que no te haría daño un par”, agregó antes de cerrar el recipiente y deslizarlo por la mesa hacia William.
Ante su ceño fruncido, Emma desvió la mirada. Temía haber hecho el ridículo frente a él. Esperaba que en cualquier momento los tirara al suelo o los despreciara, pero solo los miró en silencio.
William se retiró de la mesa y cuando Emma creyó que olvidaría los panquecitos, los puso sobre su regazo y salió en cuanto su ayudante se presentó ante la puerta del comedor.
De reojo William pudo ver como una tímida sonrisa se formaba en los labios de Emma. Estaba feliz de no haber sido rechazada, pero él no estaba tan seguro de haber hecho lo correcto.
“Así que la ba$tarda está repitiendo los pasos de su madre…”, dijo July viendo por la ventana. Ya había escuchado los por menores de la boca de Frannie.
Después del incidente con el Señor Orejas, William no había perdido el tiempo y la despidió. Parecía lleno de odio por lo que le había hecho pasar a su esposa.
“Esa estúpida me golpeó. Será hija de los Señores Gibrand, pero no tiene ni un gramo de elegancia. Es tan vulgar y odiosa…”.
“¿Celosa?”, preguntó Bastian divertido.
Se sentía orgulloso de saber que Emma seguía siendo tan brava como cuando era niña.
“No tengo por qué estarlo. El Señor William la odia. Tal vez me despidió por mi comportamiento insolente, pero no por haber hecho sufrir a Emma”.
“Si la odia, ¿por qué no se divorcia de ella?”, preguntó July frunciendo el ceño.
“¿Será que los Harper tienen los ojos puestos en el renombre de los Gibrand?”
“¿Se quieren apropiar del Corporativo?”, preguntó Bastian.
“Es obvio, lo menos importante es esa niña tonta”, respondió July y bufó molesta.
“Prepárate, Bastian, aprovecharemos cualquier oportunidad para que te acerques a ella y la persuadas de huir contigo. Aquí la acogeré con todo mi amor, como si fuera mi propia hija. Ya veremos que hace Román por recuperar a su ba$tarda. Quiero ver a Frida suplicando, hincada, llorando para ver a su bebita”.
Edward Harper veía con atención la copia del testamento de Román Gibrand, la había conseguido fácilmente con sus apreciables influencias.
Aunque el CEO tenía muchos bienes que distribuir entre sus hijos y su mujer el día que llegara a morir, Emma, al ser la mayor se quedaría con la empresa, mientras que los demás solo serían accionistas.
“Emma es una mina de oro”, dijo con media sonrisa.
“Es la heredera del Corporativo Gibrand y todas sus ramas, desde la industria petrolera hasta la vinícola. Gibrand ha creado un imperio y Emma es la princesa que lo dirigirá cuando él envejezca”, dijo Gina, la más prodigiosa entre sus abogados.
“Te equivocas, Gina… ese será mi muchacho. Él le quitará todo y después se deshará de esa mujer. Como él está en silla de ruedas necesita de un tutor, así que… así que tú serás quien se apropie de todo. Suena bien, pero encuentro un error en tu plan. Al darle la firma de abogados estás demostrando que no necesita de un tutor…”.
“William es un feroz abogado, admiro la forma en la que litiga y la inteligencia con la que gana cada caso, pero… no lo hace infalible, cometerá errores y demostrará carecer de facultades para dirigir la firma y el corporativo. Claro que eso saldrá a la luz una vez que todo el imperio de Gibrand quede en mis manos, no antes”.
“Usarás a tu hijo inválido y lo desecharás como basura… qué adorable padre”.
“Nunca quise tener hijos. Si tuve a mis muchachos, fue por mi mujer, pero ella ya no está”, respondió con una sonrisa.
Emma estaba esperando que William terminara de revisar unos documentos. Mantenía la mirada perdida y las palabras se rehusaban a entrar en sus oídos.
Su mente dispersa y el cansancio acumulado habían hecho que se pusiera a pensar en todo menos en las órdenes de su jefe.
“¿Me entendiste?”, preguntó William molesto al ver su semblante taciturno y desconectado.
“¿Ah? ¡Sí! ¡Entendido!”, se apresuró a decir Emma y quiso tomar los papeles rayados con marcador rojo, pero William los alejó de sus manos.
“Repite lo que te acabo de explicar”, exigió.
La boca de Emma se abrió mientras su cerebro hacía un esfuerzo sobrehumano para encontrar todas esas órdenes que ni siquiera entraron a sus oídos. Cuando la paciencia de William se estaba terminando, la puerta de la oficina se abrió.
Una presencia celestial se asomó con timidez. Era una chica alta de silueta delicada, sus curvas eran suaves y su atuendo la hacía ver como una mujer de la alta sociedad.
Su sonrisa gentil incluso dejó sin aliento a Emma que sentía la necesidad de tallar sus ojos ante tanta belleza.
“William… ¿interrumpo?”.
Su voz era como el cantar de un jilguero en primavera y el corazón de Emma vibro.
“´Pececita´, ¿qué haces aquí?”, preguntó William con una voz más suave.
Aún tenía rezagos de esa frialdad que lo caracterizaba, pero era mínima.
“Tu papá me envió… quería que yo hablara contigo”, dijo con ternura y la felicidad expresada en su sonrisa migró hasta sus ojos.
De pronto Emma se dio cuenta del cambio que provocaba esa mujer en William y estaba muy celosa por no lograr lo mismo.
“Emma… retírate”, dijo William hablándole con frialdad.
“Sí, Señor”, respondió Emma escondiendo su molestia.
Tomó los papeles y en cuanto emprendió el camino hacia la puerta, volvió a escuchar esa voz tan dulce y agradable.
“William, ¿Qué haces comiendo estás cosas?”.
La bella mujer había encontrado los panquecitos que Emma le había preparado.
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