Capítulo 167:

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Nunca antes en toda su vida la había visto de esa forma.

“¡Deja que te explique!”

Elevó ambas manos.

“Las cosas no son como lo estás pensando”.

Su pecho se agitó con fuerza.

Su respiración se comenzaba a dificultar.

Después de escuchar aquellas palabras en boca de su propia madre, como pudo se estaba aflojando el cuello de la camisa.

Por más que intentaba jalar aire como necesitaba, no lograba saciar la necesidad que tenían sus pulmones.

¿Esto era verdad?

¿De verdad habían hecho eso?

Su mirada se tornó acuosa, como en mucho tiempo no le sucedía, al descubrir que Isabella, su Isabella, la única mujer que había amado en la vida, decía la verdad.

Nunca lo había traicionado, tal y como le dijo, era incapaz de engañarlo, porque lo amaba demasiado.

De forma imprevista un gran cúmulo de lágrimas rodaron sobre sus mejillas, cayendo hasta las baldosas del piso.

Con su mano derecha, sujetó su brazo izquierdo, sintiendo que se le hormigueaba de manera incesante, intentó mover los dedos, pero no lo conseguía.

Segundos después, un fuerte, muy fuerte pinchazo, se clavó en el centro de su pecho.

Giró su cabeza con dificultad, y observó con profundo resentimiento a su madre; deseando hacerle saber lo mucho que la odiaba, al haberle arruinado la vida, pero no lo consiguió.

El dolor que lo abordaba, era como si una filosa aguja le perforara el corazón, de forma aguda, que lo hizo que perdiera todas sus fuerzas.

A continuación, comenzó a caminar sin tener control en sus movimientos, balanceándose de un lado para otro, como si estuviera pasado de copa, hasta que no pudo seguir más y aterrizó de manera estrepitosa sobre la mesa de centro de la sala, provocando que el cristal se quebrara en mil pedazos, por el golpe.

“¡Oliver, mi vida!”

Victoria gritó aterrada.

No se lo podía creer.

¿Qué había hecho?

“Llamen una ambulancia”

La mujer solicito, acercándose hasta donde se encontraba tirado su hijo.

Mientras tanto en otro lugar…

Mientras un hombre caía en medio de la sala de su residencia, dentro del quirófano, el llanto de un pequeño se escuchaba con ímpetu.

Con rapidez el pediatra que ya esperaba por aquel recién nacido, se movilizaba para atenderlo y examinar que todo estuviera bien en él.

Por su parte, el equipo de especialistas, se concentraba en estabilizar la presión arterial de la joven madre.

La especialista frunció el ceño ante la hemorragia que de forma inesperada presentaba.

“Una unidad de sangre”

Solicitó la doctora, mientras movilizaba sus ágiles dedos en su interior, intentando poder controlar aquel nuevo contratiempo.

“Vamos, Isabella, no se puede dar por vencida”

Expresó con desesperación, buscando la causa del sangrado.

No podía dejarla ir así.

“La presión está cayendo, nuevamente”

Expresó el que había puesto la anestesista, con angustia.

“Tiene que detener la hemorragia”

Manifestó con preocupación.

“Es eso estoy”

Manifestó la mujer.

Sintiendo como la asistente pasaba un paño sobre su frente, limpiando las gotas de sudor que caían sobre su frente.

“¡Listo, listo!”

Gritó.

De inmediato precedió a cerrar la herida, de reojo observó la bolsa de sangre, que se había colocado.

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