Capítulo 56:

“¿Me usaste?”.

Se sentía herida, retrocedió como si hubiera recibido un golpe.

“¿Te sorprende?”.

Román levantó una ceja y la vio con reproche, como si ella fuera un objeto inservible.

“¡Eres cruel! ¡Eres un monstruo! ¡Ahora entiendo a Frida y me siento apenada por ella!”, exclamó dolida y cuando intentó acercarse a la puerta, Román la tomó por el cuello, necesitaba una víctima para desahogar su furia.

“Soy un monstruo… siempre lo he sido con todos… pero con ella he hecho mi mejor esfuerzo para ser mejor”, dijo entre dientes, viéndola directo a los ojos.

“Mi madre siempre dice que un escorpión no sabe hacer otra cosa más que picar… no hay ningún acto piadoso que logre hacerlo cambiar y las buenas intenciones no son suficientes para soportar su veneno.”

Tomó con ambas manos la mano de Román que la mantenía sujeta con firmeza.

“Tú solo sabes lastimar… pobre de la mujer que decida quedarse a tu lado, tolerando tu veneno”.

Con coraje, la arrojó al piso, no quería seguir escuchándola. En ese momento, la puerta se abrió ante la mirada perpleja de Celia. Era Lorena, en una mano sostenía un ramo de girasoles, y en la otra, la mano de Emma que no había dejado de llorar.

Román vio la escena con desconcierto y de pronto sus vísceras se retorcieron por la incertidumbre.

“¿Emma?”, preguntó confundido y se acercó.

“¿Qué haces aquí, mi niña?”.

De pronto ya no era ese monstruo lleno de ira, se había vuelto un padre preocupado y comprensivo.

Extendió sus brazos hacia la niña y esta de inmediato corrió hacia él, escondiendo su rostro en su pecho y llorando desconsolada.

“Ya, mi niña… estás con papá, todo va a estar bien”:

La escondió entre sus brazos y besó su cabeza con cariño antes de cargarla.

“Papá… mamá se fue muy triste, yo… no quería que se fuera, quería que se quedara con nosotros, pero se fue…”, dijo Emma entre sollozos.

“Shhh… todo está bien, tranquila… ya no hables”, dijo Román con ternura.

Tanto Celia como Lorena se quedaron sorprendidas por la delicadeza de sus palabras y el cariño con el que trataba a esa niña que era hija de otro hombre.

“Lorena, lleva a la niña a su habitación y arrópala, es noche y debe de dormir”, dijo Román tomando el ramo de girasoles.

Los vio con molestia, su aroma le desagradaba y el color chillante era horroroso.

“Sí, Señor”, dijo Lorena y tomó de la mano a Emma mientras Román le entregaba el ramo a Celia y la empujaba hacia la puerta.

“Lamento lo de hoy, James te llevará a tu casa. Que descanses.”.

No le dio tiempo ni siquiera de hablar cuando le cerró la puerta en la nariz

“¿Qué llevas ahí?”, le preguntó a Lorena antes de que pusiera el primer pie en el escalón. Había señalado el folder que se asomaba dentro de su suéter.

“La Señora Frida me entregó esto, me dijo que el Señor Marco estaba dispuesto a usarlo en su contra”, dijo Lorena evitando que la niña escuchara algo que la pudiera asustar.

“No está dispuesta a dejar que su hermano lo afecte de alguna otra forma. Ella quería hacer más por usted, pero… dijo que era lo mejor que podía hacer”.

Lorena le entregó el folder y retomó su camino escaleras arriba, llevando a la niña a su habitación, dispuesta a arroparla con cariño y quedarse con ella hasta que alcanzara el sueño, mientras Román abría el folder y se quedaba sorprendido por los documentos. Eran pruebas en su contra.

“Frida… si me odias tanto… ¿Por qué me entregas esto?”, preguntó al viento.

Por primera vez en muchos años sentía la necesidad de llorar. Entró a su despacho y volvió a llamar a su abogado.

El trayecto en auto fue lo mejor para evadir a los hombres de Tiziano y de Román, pero conforme más se alejaban, se quedaban sin dinero. Las cuentas de Hugo quedaron congeladas y tuvieron que vender el Lamborghini y comprar un auto más austero, un Civic de cuatro puertas que tenía el parabrisas roto y andaba de milagro.

El vestido de seda fue el segundo en ser vendido, con ese dinero fue suficiente para hospedarse en hoteles baratos y comer un par de días.

Hugo y Frida revisaban los lugares donde podrían vivir en paz. Entre más tiempo pasaba, la desesperación se apoderaba de ellos.

Habían pasado meses y el dolor aminoró, pero el miedo por su destino se acrecentaba. El siguiente mes vendieron la pulsera y la gargantilla y aún no encontraban un lugar al cual poder llamar hogar.

“¿Arrepentido?”, preguntó Frida en la cafetería a pie de carretera.

Hugo parecía muy tranquilo jugando al avioncito con la comida de Cari.

“¿Te refieres a abandonar mi vida como CEO de la petrolera Tizo y huir con mi hermana y mi sobrina, sin dinero, sin un rumbo fijo mientras nos persigue papá y de seguro Román?”, preguntó divertido y en vez de aterrizar el avioncito de cereal en la boca de

Cari, terminó en su boca.

“¡Oye!”, reclamó la niña con el ceño fruncido y una sonrisa divertida.

“¡Mamá! ¡Mira a mi tío! ¡Se está comiendo mi comida!”.

“No, no estoy arrepentido. Me preocupa, no lo voy a negar… pero no me arrepiento. Creo que podemos salir de esta”.

“Gracias por tu optimismo, pero no vuelvas a comerte el desayuno de Cari”.

“¡No prometo nada!”, dijo en un gruñido hacia

Cari que empezó a reír a carcajadas mientras Hugo le hacía trompetillas en las mejillas. Frida se levantó y se acercó a la barra de la cafetería, notó el letrero de, ‘Se busca mesera’ y quiso probar suerte.

“¿Disculpa?”, preguntó a un hombre ya viejo y con pinta de amargado.

“Estoy interesada en el trabajo de mesera”.

El hombre volteó y la barrió con la mirada. Se detuvo en las finas manos que descansaban en la barra y sonrió.

“Esas manos no son de una mujer trabajadora. No durarías ni una semana…”.

“¿Perdón? ¿Me está juzgando por mis manos?”.

“Las manos de una mujer trabajadora no son suaves, tienen callos y cicatrices.”

Tomó las manos de Frida y las inspeccionó más de cerca.

“Las tuyas son tan suaves como la seda. No me hagas perder el tiempo”.

“¡Genial! ¡Ahora resulta que tengo que estar deforme para poder conseguir trabajo!”, exclamó molesta, pero el hombre la ignoró.

Buscó dinero en su bolsillo para pagar el mediocre desayuno que habían consumido. Se había enfocado en que Cari comiera bien, pero Hugo y ella se habían conformado con un café.

“¿Frida?”.

Alguien la llamaba con sorpresa. Cuando volteó se encontró con un par de ojos verdes tan profundos que la intimidaron.

“¿Marianne?”, preguntó desconcertada.

La conocía de su infancia y no creía que ese fuera un lugar para encontrársela.

“¡Qué gusto verte!”, exclamó la chica y la abrazó con fuerza.

Marianne se volvió su amiga cuando ambas estaban en el ballet. Se volvieron inseparables, pero al crecer, después de que Frida huyera con Gonzalo, se habían perdido el rastro. Marianne era hija de un gran vinicultor. Su producto era reconocido en todo el mundo y su familia era adinerada, por eso no encajaba en esa cafetería destartalada.

“¿Qué haces aquí?”, preguntó Frida confundida.

“Es una larga historia… ¿Tienes tiempo?”, inquirió Marianne y le ofreció una amplia sonrisa

“Descuida… yo pago”, agregó sacando su tarjeta de crédito.

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