Capítulo 1:

El helicóptero de Simón Barton aterrizó en Xicoténcatl, el pueblo ubicado en Tamaulipas, México, donde vivía Lucía, su abuela materna.

Esa mañana, mientras revisaba las estadísticas de la producción de su más reciente pozo petrolero, recibió una llamada de la señora.

“Hola, abuela”, contestó dejando a un lado su tableta.

“Dios me lo bendiga, hijito, ¿Cuándo vienes a verme?”.

“Sabes que iré el domingo, como todos los domingos, ¿Deseas que te lleve algo?”.

“No, solo que me gustaría que vinieras un poco antes, tengo un poco de dolor de estómago y el médico del pueblo me quiere obligar a ir al hospital…”.

“Voy para allá, abuela”.

Lucía Rodríguez era la única persona que podía alterar al imperturbable Simón Barton y el hecho de que ella admitiera un dolor le preocupaba mucho porque su abuela era fuerte como un roble y jamás se quejaba

De inmediato, Simón se levantó de la silla, tomó el traje de su chaqueta, abrió la puerta de su despacho y se encontró a sus guardaespaldas acompañados por su asistente.

“Iré a visitar a mi abuela”, fue lo único que dijo al pasar delante de ellos.

Los hombres lo siguieron, uno de ellos corrió para llamar el ascensor, mientras la asistente tomaba su teléfono para hacer los arreglos necesarios para el viaje imprevisto de su jefe.

Cuando el ascensor del edificio de oficinas de la Barton Petroleum Company llego al sótano, tres camionetas Hummer de color negro esperaban a Simón. Él abordo la del medio y con una sincronización perfecta arrancaron rumbo al aeropuerto.

Su avión estaba listo para partir de Houston cuando lo abordo, siete horas después estaba llegando al aeropuerto de Ciudad Victoria en Tamaulipas, México, en el mismo aeropuerto subió a su helicóptero que lo llevó hasta Xicoténcatl, el pueblo donde vivía su abuela.

Unos veinte minutos después el aparato estaba aterrizando en el helipuerto que hizo construir en el campo que estaba al lado de la casa de su abuela.

Durante todo el trayecto desde Houston, trató de hablar con el médico de su abuela, pero este tenía el teléfono apagado. Habló de nuevo con ella y le dijo que el doctor estaba atendiendo un parto y que su dolor estaba un poco mejor.

“Si al menos vivieras conmigo, abuela”, se quejó Simón.

“En una emergencia me tomará ocho horas llegar hasta ti”.

“No me gusta Gringolandia, Simón, aquí está la casa, mi familia y amigos…”.

Suspirando se dijo que ya estaba cerca.

Al bajar del aparato, se encontró con que había una fiesta en la casa de su abuela.

“¿Qué demonios está ocurriendo aquí?”, se preguntó mientras caminaba a la casita donde vivía Lucía y que esta se empeñaba en conservar a pesar de que él era uno de los hombres más ricos de Texas.

“Hola, hijito que bueno que ya llegaste”, dijo Lucía saliendo a recibirlo.

Su abuela tenía setenta años, medía un metro con cincuenta centímetros. Vestía un traje tradicional y su cabello blanco estaba recogido en dos trenzas que corrían desde su frente hasta sus hombros.

“¿Cómo te sientes, abuela?”, preguntó mirando a todas las invitadas que se habían reunido a su alrededor

“Ah, ya me siento mucho mejor, hijito, creo que tenía gases, Marcelina me dio un té de anís estrellado y ya los boté todos”, dijo con cara de inocente.

Simón entrecerró los ojos con poco de desconfianza, comenzaba a sospechar que detrás del malestar de su abuela se ocultaba algo más.

“Te llevaré al hospital para estar seguros”, replicó Simón con voz seria.

“¡Oh, no! Simón”, dijo la doña enfurruñada con los brazos sobre el pecho.

Su abuela era testaruda como ella sola y él sabía que cuando lo llamaba Simón era porque estaba molesta.

Y si ella estaba molesta no había quien la hiciera cambiar de opinión.

Muchos pares de ojos se enfocaron en su discusión.

“Abuela…”.

“Además, tengo invitadas, hoy decidí hacer una fiesta feminista y convocar a todas las jóvenes casaderas del pueblo para que escojas una y te cases con ella Simón, ya sabes que cada día me hago más vieja. Antes de morir quiero verte asentado con una buena mujer y que me traigas un bisnieto”.

Simón tuvo la sabiduría de no corregirla y decirle que era una fiesta femenina, no feminista.

“Abuela ¿Podemos hablar en privado?”.

Lucía se giró y caminó a la sala. Simón la siguió obediente.

“Tengo tres años pidiéndote lo mismo. El otro día vi una película donde invitaban a las chicas a un baile para que un tal príncipe escogiera una, él escogió una chica y se casó”.

“Me alegra saber que le estés dando uso al televisor que te regalé”, dijo él con un poco de ironía.

“El hecho es que el príncipe escogió la que le gustaba entre todas las mujeres casaderas del pueblo”.

Lucía nunca confesaría que le encantaba ver las novelas y La Rosa de Guadalupe.

“¿Le dijiste a alguna de ellas que la fiesta era para que escogiera esposa?”.

“Quizás se me escapó algo”.

Simón vio a las mujeres que estaban frente a la casa, tratando de ver al interior. Todas se habían arreglado esperando ser la escogida.

Él era el patrocinador de la comunidad, otorgaba becas, daba trabajo a los hombres, había construido un hospital y una escuela en el pueblo a petición de su abuela.

Era la gallina de los huevos de oro.

Conocía a algunas de las mujeres que estaban allí, porque él se crio en ese lugar hasta los diecisiete años cuando se marchó a los Estados Unidos a buscar a su padre.

Ninguna de aquellas mujeres encajaba en su nuevo mundo, Simón había construido un imperio gracias a un golpe de suerte. Su padre, un reconocido ganadero de Texas tuvo que darle su apellido tras la demanda que Simón entabló a los diecisiete años cuando puso un pie en los Estados Unidos.

Más tarde al morir, su padre le legó unas tierras áridas y secas para burlarse de él y de su propósito de ser ganadero.

Esas tierras tenían debajo uno de los más grandes yacimientos de petróleo no descubierto del estado. Y él a diferencia de sus hermanos se había vuelto millonario.

No era que estuviera subestimando a esas mujeres, estaba convencido que el dinero podía transformar a varias de ellas en princesas, sino que él se había americanizado desde entonces y veía la vida de un modo totalmente diferente

Simón miró a su abuela, tenía los ojos brillantes y su mano reposaba sobre su estómago. ¿En verdad estaría, bien? No lo sabía, su abuela era capaz de ocultarle alguna enfermedad para no preocuparlo.

“Abuela, tú ganas, me buscaré una esposa y te daré un bisnieto, pero déjame escoger a alguien a mí, ¿Sí? Estoy seguro de que todas estas chicas son de buena familia, que tiene buenos sentimientos, pero debo ser yo quien encuentre la mujer adecuada para casarme”.

“Me gustaría celebrar la Navidad contigo y tu esposa. ¿Crees para entonces hayas encontrado una?”, preguntó Lucía con ojos emocionados.

Pensó que tal vez su amante pudiera pasar por su falsa esposa, pero pronto desecho el pensamiento, Viviana no era el tipo de mujer que le presentaría a su abuela. ¡Maldición! Tenía que buscar una solución pronto.

“Faltan seis meses para Navidad, abuela, pero sí, te prometo que para entonces tendré una esposa”.

“Gracias, hijito, me haces muy feliz. Ahora debes marcharte, debo salir y explicarles a las chicas que no escogiste a ninguna de ellas, ¿O quieres hacerlo tú?”.

Simón negó con la cabeza con rapidez.

“Volveré el domingo, abuela, pero quiero que me prometas que si tienes algún malestar irás al hospital”.

“Sí, hijito, no te preocupes, si me siento mal, iré al hospital, pero no creo que suceda, me has dado una razón más para vivir”.

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